Pablo-Manuel Durio
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Tribuna
Es muy corriente, dada la singularidad del pueblo de Vejer, adjudicar el antiguo traje que llevaban las mujeres, la cobijada, a una costumbre de los musulmanas, a fin de seguir los consejos de su religión en virtud de la cual las mujeres no debían exhibir o manifestar su cara y su cuerpo a los ojos de los hombres. Así, tenían que estar con la cara oculta, “tapadas”. Pero creo que es buena hora para contarles a ustedes algunas historias de las cobijadas, no sea que se terminen quedando en el tintero.
La cobijada era el traje típico de la mujer castellana, “manto y saya”, y al parecer no es residuo o vestigio de las mujeres musulmanas de cuando España estaba poblada por los llamados comúnmente moros. Así que lo primero es tener en cuenta esto y no adjudicar dicha vestimenta y su uso a las mujeres por las razones ya expuestas.
Perduró esta costumbre de cobijadas en varios pueblos de nuestra provincia, que yo sepa en Grazalema, Tarifa y Vejer de la Frontera. En esta última localidad, lo sé a ciencia cierta, se prolongó hasta la segunda República, so pretexto de que debajo de su ropa pudieran llevar escondidas armas y por ello el Ayuntamiento las prohibió. Posteriormente, y con acertado parecer, el Ayuntamiento lo ha mantenido para vestir a la reina y damas de la Feria de Agosto, sustituyendo a la anterior vestimenta que se les exigía y que eran ni más ni menos que vestidos de blanco talar, como si fueran novias. Ahora tanto la reina como las damas adultas o infantiles llevan el cobijado durante la Velada de Agosto.
El cobijado es una falda negra hasta los pies, y por arriba tiene un manto también negro que se ciñe sobre la cabeza, se recoge con las manos a la altura del cuello y sólo puede, la que lo viste, ver con un ojo. Y al revés nadie puede saber quién es, porque no aparece ni se ve su figura. En suma, ella ve, pero nadie la ve ni sabe quién es. Contaban que era lo más cómodo, puesto que, estando en casa de trapillo, si iban a salir a la calle no tenían que cambiarse de ropa, ni pintarse, ni peinarse, ni nada, sino ponerse encima la cobija y a la calle directamente. Solamente tenían que destapar la cara al entrar en la iglesia, porque allí todas tenían que estar con el rostro descubierto.
Se cuentan muchas anécdotas al respecto, una de ellas referida a Vejer. Se cuenta que un viajante vino de Cádiz al pueblo y al volver le preguntaron qué tal le había parecido. Contestó muy expresivamente: “Es un pueblo lleno de monjas”.
Otra anécdota cuenta que todas las mujeres se parecían, porque tenían, como queda dicho, la cara tapada, de ahí el nombre o apelativo de “las tapadas”. Pues tú ibas por la calle, veías a una y a otra y a otra, y no sabías quién era. Solamente una se distinguía de las demás “porque era coja”.
En una antigua revista llamada La Estampa leí hace tiempo otra anécdota ocurrida en Tarifa. Contaba que en una calle, camino de la iglesia, había una zapatería en la que el zapatero trabajaba sentado ante su mesa o taller y con la puerta abierta y dando a la calle. Sucedía que por esa vía pasaba una cobijada todos los días y, al cruzar por delante de la zapatería, volvía la cabeza, hacia mohín con ella y al mismo tiempo se levantaba un poquito la falda para insinuarse enseñando los flecos del encaje de la bajera en señal de coqueteo. El zapatero se escamaba, y ella un día y otro, camino de la iglesia, repetía siempre la parodia.
El zapatero no decía nada ni hacia nada, hasta que un día pensó que la cobijada pretendía algo con él y determinó seguirla. Y así lo hizo, yendo detrás de ella, requebrándola con piropos –“qué culo tienes”, “qué andares más bonitos”, “qué buen cuerpo, chiquilla”, etc.– hasta llegar a la puerta de la iglesia. Allí, y como era preceptivo, la cobijada se destapó quitándose la parte superior y volvió su mirada a su enamorado. Y resultó que era su suegra.
Estos y similares aconteceres sucedieron muchas veces dejándose parecidas ocasiones y situaciones. De manera que si por una parte era una costumbre original y querida por la población, algunas veces se criticaba por la potestad que tenía la cobijada de hacer o provocar un equívoco.
En verdad la figura de la cobijada era original y al mismo tiempo sugestiva y llamativa. Y todo ello enmarcado en la blancura de las casas y de las calles del pueblo. Y, además, la cobijada simbolizaba a una persona anónima y espectacular en su sencillez. Al mismo tiempo, era una imagen que evocaba fantasía o duende. Y por otra parte era verdad, y así lo comentan las mujeres que todavía viven, todas ellas de larga edad, que era un traje cómodo y práctico. No había mujer que no lo usara, lo cual no quiere decir que lo hicieran siempre, sino más bien en la práctica de un día ordinario.
A veces también algún chistoso se vestía con la cobija y se hacía el gracioso en la calle o gastaba alguna broma a su aire, causando alguna que otra vez un equívoco desagradable. Incluso se comenta que en alguna ocasión sucedió algún percance de carácter más grave, con daños a un tercero por parte de alguno o alguna que vestido/a de esta guisa ocultaba su personalidad.
Pero, según cuentan, ver esto era muy raro porque todos respetaban la vestimenta como algo especial. No cabe duda de que la cobija no se prestaba a una consideración festiva, como puede suceder o significar el traje típico en otras partes o ciudades de España, léase el traje flamenco, el traje valenciano o el de las Islas Canarias.
Hoy esto suena a fantasma o a Edad Media, porque las costumbres pasan y devienen en otras que ni soñaban nuestras abuelas. Como, por poner un ejemplo muy corriente, que una mujer lleve los pantalones rotos por gusto.
La verdad es que esto de las cobijadas era producto de una época en la que el recato y la excesiva modestia imponían unas normas que hoy parecen fantasía o sueños decimonónicos.
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