
El Alambique
María González Forte
David Fernández, escritor
El Alambique
En el relato Casa tomada, de Julio Cortázar, dos hermanos van renunciando voluntariamente a cada una de las habitaciones de su casa cuando perciben que han sido tomadas por unos intrusos invisibles que se manifiestan a través de extraños ruidos. Ambos asumen la situación con un resignado fatalismo y aceptan la ocupación como algo irremediable. Terminan abandonando la vivienda y tirando la llave por la alcantarilla.
Desde 1997, nuestra casa común es arrasada cada año por una legión de vándalos motorizados que convierten El Puerto en una ciudad sin ley, en una distopía siniestra. Todo con la insultante complacencia y la vergonzosa dejación de funciones de los poderes públicos, que llevan casi tres décadas amparando esa arrogancia invasora, ese asedio de ruedas quemadas y humo negro.
Nuestro ayuntamiento fue condenado en 2007 a indemnizar a José Peña Argudo, un paisano valiente que se atrevió a denunciar. El Juzgado de lo Contencioso entendió que el “ruido de infarto” que provocó la concentración pudo afectar a su dolencia cardiaca. También el Tribunal Supremo se pronunció en contra del “ruido intolerable que vulnera el derecho de los vecinos a la salud”.
Poco ha cambiado desde entonces el guion de esa película de terror que parece una precuela de Mad Max. Obreros que acuden a las dignidades del trabajo sin haber pegado ojo en toda la noche. Mayores que no pueden salir de su casa a hacer la compra. Personas autistas con hipersensibilidad a los sonidos que pasan esos días devorados por la angustia. Animales de compañía estresados, escondidos en el último rincón del hogar. Nada grave, por lo visto, para los que defienden que todo ese sufrimiento es rentable. Que la próspera cuenta de resultados de unos pocos justifica el coste de la factura y la fractura social. ¡Es la economía, estúpidos! ¡Es la libertad, carajo!, que diría Milei, el ídolo político de nuestro alcalde.
A los que creemos en la posibilidad de una vida comunitaria menos agresiva y más civilizada durante todo el año, nos toca organizar la resistencia. Preguntarnos hasta cuándo vamos a permitir que vengan a humillarnos a nuestra propia casa. Porque, como los hermanos del cuento de Cortázar, hemos aceptado esas invasiones bárbaras como una maldición fatídica. Dan ganas de salir corriendo y tirar la llave por la alcantarilla.
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