El fútbol masculino, o mejor dicho, su visionado, me proporciona cierto placer irracional y, en ocasiones, vergonzante, tal y como me ocurre con las fotografías de gasolineras abandonadas. Es decir, que no tengo argumentos para explicar mi deleite, aun a riesgo de entrar en contradicciones de índole filosófica. El caso es que el fútbol antes lo veía por la tele, cuando la luz era mucho más barata, y los partidos de hombres, muchos, los ponían gratis. Me tragaba partidos de liga, torneos internacionales y mundiales. Ay, los mundiales. El culmen de mi dislate ideológico.
Ahora resulta que en abierto echan cada vez menos. Esta semana se han jugado veintiocho partidos y la tele para pobres ha retransmitido solo cinco, conformándome con ver algún resumen sin sentimiento. Pero no me gusta pagar por ver la tele, y menos voy a pagar por ver deporte en la tele. Y no porque Catar tenga un régimen político despreciable, ni porque esté en contra del negocio futbolero, que va de moderno progre igualitario y ecosostenible cuando no lo es. Sino, más que nada, porque tengo otras prioridades más mundanas. Claro que cada magnate tiene sus motivos –rentabilidad, supongo- para cobrar por televidente, en lugar de ceñirse a la insistente publicidad. Pero, para una vez cada cuatro años que quiero ver esos partidos en la élite, ¡qué rabia y desazón tengo! Entonces me atacan los grandes interrogantes de la desolación sociocultural en la que vivimos: ¿Por qué antes había tanto fútbol en abierto y ahora es de pago, como pasa también con la fórmula 1, las películas, las visitas a las catedrales y los picos en los bares, cuando el porno, hoy día, ha tomado el camino inverso? ¿Acaso el visionado del acto sexual explícito es el perejil de internet? ¿Debería el perejil llevar propaganda en sus estériles ramitas? ¿No se dan cuenta de que si no podemos ver todo el mundial, acabamos haciéndonos preguntas inmundas? Por favor.
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