Llas persianas que se levantan cada mañana en los edificios vienen a ser como el ruidoso bostezo de una ciudad que despierta y que va abriendo las ventanas como si fueran ojos mientras visillos y cortinas, a modo de párpados, se descorren para que la luz natural, mucha o poca, vaya iluminando las estancias de la casa. Amaneceres rutinarios y repetidos a diario mientras la ciudad echa a andar y este invento urbanita se llena de peatones, coches y autobuses y, por tanto, de vida. Pero también hay en las ciudades gente que no tiene persianas ni visillos que los protejan, gente que abre sus ojos y que parpadean al raso mientras sus bostezos se confunden con el ruido de conversaciones y motores. Esos que tienen por techo el mismo cielo y cuya presencia en las calles inquieta y desespera a partes iguales, aunque a la noche todos echemos nuestras persianas y cerremos ventanas, que viene a ser lo mismo que callar y cerrar los ojos.

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