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Una de las principales quejas del ciudadano de a pie respecto a la Justicia es la dificultad para el entendimiento de su lenguaje. Los términos técnico-jurídicos, la jerga de jueces y abogados, impiden que se comprendan fácilmente los argumentos y fundamentos de derecho de las sentencias. Por este motivo, voy a tratar de dar mi opinión sobre la ley de amnistía que defiende el Gobierno de Pedro Sánchez en román paladino.

EL 19 de diciembre de 2014, el presidente tuiteaba sobre Mariano Rajoy desde Mallorca: “Tenemos un Presidente agotado en un Gobierno cuyo proyecto es mantenerse en el poder a cualquier precio”. Posteriormente, el 15 de abril de 2016, Sánchez decía en la misma red social una cita de su discurso en Córdoba: “Aquellos que decían que iba a pactar con los independentistas con tal de ser presidente, ahora callan”. Por último, el 6 de noviembre de 2019, el líder socialista declaró: “Nadie está por encima de la ley. Puigdemont es un prófugo de la Justicia. Trabajaremos para que el sistema judicial español, con todas sus garantías, pueda juzgarlo con imparcialidad. La Fiscalía cuenta con el respaldo del Gobierno en la defensa de la Ley y del interés general”.

Luego vendría toda esa milonga pseudokantiana del Pedro Sánchez que opina según es o no es presidente, cual gato de Schrödinger, y el giro copernicano que nos ha traído uno de los momentos más vergonzosos, humillantes, traicioneros y lamentables de la historia de un reino viejo como es el nuestro, el de España. Por menos que esto tacharon de traidor a Godoy, si lo pensamos. Estamos ante un constante homenaje a la famosa cita apócrifa del Marx más inteligente, o sea, Groucho: “Si no le gustan mis principios, tengo otros”. Esta representativa frase no la profirió el actor cómico, pero se le ha atribuido desde hace décadas.

Hemos de preguntarnos cuáles son los principios de Pedro Sánchez, el Amnistiador. El presidente electo ha puesto en venta al mejor postor nuestro sistema democrático, la unidad de la nación, la solidaridad presupuestaria y el principio de igualdad ante la ley, por no hablar de cómo ha colocado en la picota al poder judicial, quebrantando la confianza que los ciudadanos depositan en aquél como fundamento y controlador del resto de poderes del Estado.

 

Mientras la imagen pública de Sánchez sufre varapalo tras varapalo, por mucho que (huya) viaje al extranjero y que dote de máxima relevancia a lo que diga (el borrador de) la Comisión (de chichinabo) de Venecia, los independentistas —aprovechando el Koldo-gaste—están dispuestos a sacar toda la tajada que puedan para, después, destruir la imagen del presidente de la nación a la que quieren sodomizar.

 

¿Por qué cambia de opinión con tanta facilidad y radicalidad el presidente guapo? ¿Será simplemente por mantener los privilegios de su cargo? ¿Por el Falcon, por el sueldo? ¿Se habrá visto obligado a apretar el culo por presiones o amenazas? ¿Qué encontraron en su hackeado móvil? ¿Dónde quedó el animoso y entusiasta secretario general que se enfrentó democráticamente a su partido para prometer el advenimiento de una nueva era del socialismo español? Si sigue esta triste y destructiva deriva, dejaremos de hablar de los principios de Sánchez para acabar hablando de sus finales. Porque a Pedro flaco, todo son pulgas. Y esto tampoco lo dijo Groucho Marx

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