Apuntes a la caída: un hombre preso
La editorial malagueña Confluencias reúne en un volumen, ilustrado por Cintia Gutiérrez y prologado por Alfredo Taján, los textos que Oscar Wilde dedicó a su privación de libertad
Difícilmente puede superar la historiografía literaria, incluso la más benevolente, el morbo que despierta la caída. Sí, la de los escritores más admirados e influyentes: el tránsito, a menudo veloz e implacable, de los laureles y aplausos a la ignominia y la condena. Igualmente, pocos ejemplos de caída han resultado tan resonantes como el de Oscar Wilde y su ingreso en prisión: "Los efectos de la clandestinidad, de la soledad lujuriosa y de la inclinación hacia jóvenes y jovencitos, a los que, se comentaba sotto voce, obligaba a prácticas objeto de delito, persiguieron a Wilde durante toda su vida pública, pero especialmente en el año central del drama, 1895 (...), el año en que fue hallado culpable y encerrado en prisión tras un par de juicios que han pasado a la Historia. En realidad, su derrumbe fue muy rápido, pensemos que la nota que incluía el insulto mal escrito, somdomite, de la bestia Queensberry, no llega a manos del autor de Dorian Gray hasta el 28 de febrero, diez días más tarde de haber sido depositada en el Club Albemarle por el ominoso padre de Alfred Douglas (...), diez días en que Wilde, mientras tanto, hacía aparatosas exhibiciones, más pavo real que nunca". Así lo escribe el novelista, poeta y director del Instituto Municipal del Libro Alfredo Taján en el prólogo de En prisión, el volumen que acaba de publicar la editorial malagueña Confluencias con todos los textos que Oscar Wilde (Dublín, 1854 - París, 1900) dedicó a tan renombrada caída: la suya.
En prisión reúne por primera vez en castellano tres piezas fundamentales: De profundis, escrita durante su estancia en prisión; el poema La balada de la cárcel de Reading, que escribió tras su liberación, en 1897, en Bernaval (Francia); y dos cartas enviadas al Daily Chronicle en 1897 y 1898, respectivamente. Con la edición al cargo de Andrés Arenas y Enrique Girón (autores igualmente de un jugoso epílogo) y una reveladora traducción, el libro incluye además las bellísimas ilustraciones de Cintia Gutiérrez para conformar un objeto que se adentra con quirúrgica precisión en los infiernos (y en su redención) de uno de los hitos más luminosos de la historia de la literatura universal.
De profundis es una obra ampliamente divulgada, aunque no figura precisamente entre las más conocidas de su autor. La novedad insondable que representa en la producción de Wilde responde, con generosidad, a la gravedad de la caída: frente al esteticismo absoluto del que el autor de El retrato de Dorian Gray hacía gala al regalar afirmaciones como "He puesto el genio en mi vida y sólo el talento en la literatura", el irlandés escribe en la cárcel una suerte de confesión literaria de difícil adscripción genérica en la que aborda, según el rigor propio del monólogo interior, una insólita aproximación a Cristo. Wilde dirigió el centenar de páginas a su amante, Alfred Douglas (Bosie en la intimidad), hijo de John Douglas, noveno marqués de Queensberry y desencadenante del proceso que culminó con la condena a trabajos forzados. Tal y como señalan Arenas y Girón en su epílogo, Wilde escribió De profundis en condiciones que pueden considerarse heroicas: "A diario le proporcionaban un pliego de papel, pluma y tinta, y al acabar la jornada, le recogían lo escrito. Al día siguiente, se repetía la misma operación. Sólo le proporcionaban un pliego cada vez, por lo que únicamente una persona con una memoria tan portentosa como la suya podría haber sido capaz de escribir una carta tan extensa manteniendo cierta cohesión y aportando tantos datos y citas. Poco antes de su liberación, en mayo de 1897, le informan de que su carta no podrá ser enviada a su amante (...). Sin embargo, una vez cumplida la condena, le entregarán a Wilde todo lo escrito y éste, a su vez, a Robbie Ross, su primer amor masculino, con el encargo de que haga varias copias, una de las cuales debía ser enviada a Bosie. No sabemos si por temor a que este último la destruyera, el caso es que Ross hizo dos copias de la epístola, una en teoría se la envió al joven lord y la otra, junto con el manuscrito original, se la quedó él". Esta maniobra de Ross permitió la publicación de De profundis en 1905, cinco años después de la muerte de Wilde. Al leer hoy la obra, que Arenas y Girón definen como "una carta de amor en toda regla", no resulta difícil comprender que el irlandés no deseara su divulgación. Su relación con Bosie había sido tormentosa: durante su estancia en prisión Wilde no tuvo noticias suyas, y además había desautorizado la versión francesa que Douglas hizo de Salomé, la obra que Sarah Bernhardt estrenó en 1896 en París, cuando todavía su autor estaba en la cárcel. Ambos se reencontraron, sin embargo, en 1897 en Ruan, lo que movió a Constance, la esposa de Wilde, a prohibirle volver a ver a sus hijos. Sin embargo, el matrimonio nunca se divorció.
En La balada de la cárcel de Reading, escrita durante los meses siguientes a su liberación en Berneval (después de que intentara retirarse a un convento jesuita inglés, sin éxito) y publicada en febrero de 1898 con el seudónimo C.3.3. (su número de celda), Wilde denuncia las condiciones inhumanas en las que vivían los presos en las cárceles británicas y borda un radical alegato contra la pena de muerte. Similares intenciones siguen sus cartas enviadas desde Francia al Daily Chronicle, que en 1890 había atacado con virulencia El retrato de Dorian Gray y que, sin embargo, aceptaba ahora de buen grado el encargo del escritor. De modo que el Wilde más cercano al catolicismo que, según la leyenda, adoptó antes de morir, y al compromiso moral y político, laten en estas páginas. Y el genio intacto.
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