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Sacar agua de las piedras: las últimas grandes sequías en Cádiz

Un tritón en uno de los pozos que guarda el patio de la Casa del Almirante, en Cádiz. Un tritón en uno de los pozos que guarda el patio de la Casa del Almirante, en Cádiz.

Un tritón en uno de los pozos que guarda el patio de la Casa del Almirante, en Cádiz. / J.B.

Escrito por

· Pilar Vera

Redactora

Ocultos ahora a la vista, en el patio de la Casa del Almirante dos monstruos de herencia genovesa guardan sendos aljibes. Los tritones tienen la cara de espanto de la Medusa, nadie sabe si su función es advertir del mal (de lo oscuro que habita las profundidades) o alejarlo, llamando a la prosperidad del agua. Ya saben, los italianos y su gusto por los genios de los umbrales.

En una época en la que volvemos a hablar de cuestiones como recuperar los acuíferos de la ciudad, los pozos que abundan en las fincas gaditanas nos recuerdan lo excepcional del acceso al agua, hasta hace no tanto, en la capital gaditana. Desde siempre. “El acueducto, por ejemplo, duro muy poco en época romana y, ya hasta época moderna, no se volvió a traer agua. Y hasta 1870 o así, no llegó por tuberías –recuerda el historiador Javier Fornell–. Hasta ese momento, apunta, “los pozos de marea, el manantial de La Jara y el agua de aljibe suplían el suministro. También se debió traer nieve de la Sierra, porque tenemos la calle Nevería, así que es probable, pero no seguro”.

Aun así, como entonces, como desde hace siglos, volvemos a hablar del agua. De su carestía, de qué hacemos con ella, de su voluntad para tumbar naipes. Como ocurrió con la pandemia, nos preguntamos cómo podemos estar arrastrando situaciones dignas del siglo XIII a la vez que jugamos con el metaverso.

“La nuestra es una sed histórica de los pueblos de la España seca. Es un país de sedientes y de ahogados por la sed, esa es la historia que se nos olvida cuando abrimos el grifo, y la llevamos grabada en los genes”, escribe Virginia Mendoza. La autora inicia La sed (Destino), su recorrido por ‘la vida en tierras de lluvia escasa’ con una fotografía de varios pueblos de Ciudad Real, levantados en protesta ante la escasez del recurso. Una imagen a que viene a mostrar que “la sed de un pueblo depende casi exclusivamente de la voluntad de un hombre o, más bien, de algo que no existe: la voluntad de una sociedad anónima”.

El pasado siglo, los candidatos habituales a las grandes secas vimos pasar dos grandes eventos: la que algunos recordamos, a mediados de los 90; y aquella “pertinaz sequía” en blanco y negro, en plena posguerra.

Culminando tres años de restricciones, agosto de 1995 se inauguraba en Cádiz con la llegada de varios camiones cisterna con agua procedente del embalse del Chanza, en Huelva. El objetivo no era tanto suplir mínimamente las necesidades de la capital gaditana –que siguió con los cortes– como aliviar el impacto de 155.000 personas sobre los pantanos de la provincia y, por tanto, sobre el resto de localidades. Al mediodía del 5 de agosto, el Lemon Creek descargaba 9 millones de litros en los depósitos habilitados para ello en la Zona Franca. Dos días después, los gaditanos comenzarían a consumir el agua onubense. El Casablanca llegaría poco más tarde, aportando otros 11 millones de litros. Y había sed: el 12 de agosto, lo barcos-aljibe ya habían descargado 44 millones de litros de agua. Puertos del Estado esperaba ingresar 83 millones de las entonces pesetas por el transporte de suministro entre ambas provincias: el precio del metro cúbico de esta agua se situaba en 35 pesetas, el doble de su coste en la época –hoy día, el cuarto decreto de la sequía contempla la recuperación de las tomas de agua en el puerto de Algeciras para posible llegada de buques de este tipo–.

Desde el gobierno franquista, se afirmaba que la 'pertinaz sequía' tenía un carácter imprevisible. Desde el gobierno franquista, se afirmaba que la 'pertinaz sequía' tenía un carácter imprevisible.

Desde el gobierno franquista, se afirmaba que la 'pertinaz sequía' tenía un carácter imprevisible. / D.C.

La llegada de los barcos era una medida de corto aliento: se sabía que, de no llover, las reservas de agua, incluidos acuíferos y el transporte en barco desde Huelva, alcanzarían sólo hasta finales de diciembre. La situación era seria: se llegó a hablar de instalar una desaladora temporal en la Bahía. Las pérdidas por la sequía en Andalucía se estimaron en 333.000 millones de pesetas y la vendimia –que recogió un 60% menos de lo habitual– se adelantó de forma entonces inusual a lo que ahora es una fecha casi tardía: mediados de agosto.

Como en la actualidad, hubo embalses en la provincia que se colocaron por debajo del 10%. Los Hurones, que suele mantener unas buenas cotas de agua embalsada, llegó a estar al 12%: a finales de agosto, aparecieron cientos de peces muertos en su superficie, a causa de la pobre calidad del agua, la falta de oxígeno y el fuerte calor.

Entre las medidas que se acometieron, estuvo el trasvase del río Guadiaro al Majaceite:ese verano, el paso de la tuneladora encargada de hacer los trabajos congregó a miles de personas desde Puerto Real a Arcos. En San José del Valle, se llegó a esperar seis horas para ver cómo el convoy pasaba sobre el puente del arroyo de Garganta del Valle –algo que se consiguió colocando unas vigas sobre el paso–. “La espera dio pie a todo lo imaginable– contaba en estas páginas Juan Luis Gutiérrez–. Tortilla para el almuerzo, merienda y espera guarecidos de la solana bajo cualquier matorral, porque todos querían hacerse la foto de recuerdo: el vídeo doméstico brilló de forma inusitada”. Son estampas de hace mucho tiempo. Para situarnos: acababa de salir el Windows 95.

De aquella, se añadieron dos nuevos embalses al sistema, el de Zahara y la ampliación del Guadalcacín: sus 800 hm3 hacen de él nuestro gran reservorio. Para hacernos una idea de su medida, él solito tiene más capacidad que todos los embalses de la provincia de Málaga juntos.

A décadas vista, las principales lecciones de aquel momento fueron la concienciación ciudadana –se redujo muchísimo el consumo–, la optimización de infraestructuras y el cambio en el sistema de riego, que pasó de superficie a localizado. Pero, desde entonces –y quizá no ajena a la mejora del aprovechamiento hídrico en el campo– hemos visto un aumento colosal de la demanda agraria: sólo del 97 a 2008, la superficie regable en Andalucía aumentó en un 35%. Posteriormente, le hemos echado al regadío unas diez mil hectáreas más, situándonos en 1.117.858 hectáreas, con cultivos en intensivo y superintensivo.

EMBALSES: EL MAPA DE LOS LATIFUNDIOS

La situación actual –como insisten no sólo organizaciones ecologistas, sino también voces desde el campo– se debe más a una mala gestión que a una sequía como la que nos ha tocado que está resultando, además, especialmente persistente.

El hecho de usar un fenómeno como la sequía como sumidero de todos los males probablemente sea una práctica de carácter secular. Es algo muy socorrido. Para el historiador granadino Miguel Ángel del Arco , el más flagrante fue el caso de la sequía de la posguerra: un fenómeno que forma parte, de hecho, de un triduo mitológico/sobrenatural desarrollado desde el franquismo. Todo iba mal por culpa, primero, de la posguerra; de la famosa ‘pertinaz sequía’, después; y del aislamiento al que sometían a España –en autarquía voluntariamente aceptada– el resto de países del orbe occidental.

“El régimen utiliza la sequía para justificar el hambre –indica el historiador–. El escenario de escasez del año de ‘la jambre’, el año hidrológico del 45-6, cuando registraban muertes por inanición, se debía a la política económica del régimen, que fue un auténtico desastre”.

De hecho, apunta, la década de los cuarenta fue más húmeda que la de los 50, y no especialmente seca para Andalucía. Aun así, tanto la expresión como el imaginario insisten en devolvernos un secarral atroz: “Nos quedamos con las imágenes tan conocidas de ABC, del Retiro seco, pero en ningún momento se dice que ahí existe una desigualdad flagrante, que la tierra está mal repartida, que todos estos desastres meteorológicos tienen mayor o menor impacto según lo social”.

En hemeroteca no hay muchas referencias a la sequía. En parte es comprensible: final de la II Guerra Mundial, bombas nucleares, Nuremberg, Yalta. Qué año. Pero las menciones son escasas: sí se dice que Andalucía y Extremadura son las regiones más afectadas por la falta de lluvia; que el suministro en Madrid está asegurado para varios meses. El ministro de Obras Públicas asegura que las circunstancias de la ‘pertinaz sequía’ son usadas por los “enemigos de España para sus ataques”. Hay datos que llaman la atención: las cosechas fueron las más bajas del siglo pero España intercambia con Inglaterra víveres por carbón; enviamos pulpa de albaricoque, miles de toneladas de naranjas.

‘Más de 40 pantanos han sido concluidos o comenzados desde la liberación de España’. Y después fueron más: “Siempre se ha visto la parte de progreso económico, que es uno de los países del mundo con más agua artificial –explica Miguel Ángel del Arco–. Nunca se habla, por ejemplo, la desvertebración del territorio. Porque, por supuesto, se hacen pantanos pero no nuevas carreteras ni nada”.

“El mito se hace aquí doblemente útil para exculpar del hambre al régimen. En los años 50, se empiezan a construir pantanos para que no vuelva a pasar algo así. Se vende como parte del progreso cuando los pantanos andaluces se construyeron para llevar agua a los latifundios -añade, nombrado la gráfica de Andrés Sánchez Picón-.  El 90% de las hectáreas de regadío que aumentaron durante el franquismo están en la Baja Andalucía y son latifundios”.

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