Muerte de Silverio Sepúlveda
Galería del crimen
Juan Pedro Silverio Sepúlveda fue la última persona ajusticiada a garrote en Cádiz. Ocurrió en 1909 l Toda la ciudad se volcó para conseguir que Alfonso XIII firmara un indulto que no llegó
"No lo haré más, no lo haré más", grita Nino Manfredi después de haber terminado su primera ejecución a la que ha llegado a rastras, después de haber matado a un hombre, a un desconocido, a cambio de un piso de funcionario. José Isbert, su suegro, el antiguo verdugo, no le presta mayor atención mientras sigue jugando con su nieto: "Eso dije yo la primera vez". El verdugo, la obra maestra de Berlanga y Azcona. Es obligado recordarla con su correspondiente genuflexión.
Ahora les cuento una frase real, la que le dijo Francisco Corbacho, culpable de asesinato e inocente de pertenecer a una organización secreta inexistente, la Mano Negra, poco antes de ser ejecutado en 1884. "Verdugo, te lo aviso una vez: te juro que como me beses te parto aquí mismo la cara". Se sorprendió el verdugo. Estaba diciéndoselo ese condenado a una estrella del sistema judicial. El verdugo de Madrid era aclamado allí donde iba porque garantizaba espectáculo. Tenía sus propios métodos y era conocido por besar al reo antes de partirle el cuello. Un signo de distinción, señores. No besó a Corbacho por si acaso, ya que una bofetada no se podía llevar, pero un escupitajo podía ser que sí. A los otros seis que murieron con Corbacho sí que los besó. Sin rencores, eh. El pueblo jaleó en la plaza del Mercado de Jerez. Caramba, era lo más grande que había pasado en mucho tiempo en una ciudad con pocos entretenimientos.
Qué diferente todo 25 años después, el 12 de noviembre de 1909, cuando se cumplió la última ejecución a garrote en Cádiz, en la cárcel del Campo del Sur, llamada Cárcel Real (en la ilustración de ese mismo año pueden contemplar su fachada). También vino de Madrid el verdugo, que este oficio no existía por aquí, pero su trabajo había perdido glamour. Para empezar, las ejecuciones ya no eran públicas y sin ese componente se perdía mucha popularidad. Nadie hablaba a este hombre, ni en Cádiz ni en ningún sitio. Oh, triste destino el del funcionariado, siempre tan poco valorado.
Toda la ciudad quería que se fuera y montara su torniquete en otra parte. La víctima era un desgraciado, Juan Pedro Silverio Sepúlveda, de 28 años, que en su currículum tenía haber dado muerte a un viejo en Tánger, al que cosió a puñaladas para robarle una miseria, y a un labrador en Cuenca. Bueno, seamos exactos. Primero dijo que sí, que había matado al labrador de Cuenca, pero luego dijo que como ya se había 'comido' lo del viejo de Tánger, le daba igual uno que dos, por lo que se autoinculpó a cambio de dinero, lo que demuestra gran previsión de futuro en un condenado a muerte.
Pero ni Silverio era de Cádiz, que era de Atalaya de Cañavate, ni había cometido los crímenes en Cádiz. ¿A cuento de qué ,se quejaba el alcalde, Cayetano del Toro, tenía que sufrir Cádiz este baldón? Había antecedentes: el bandolero Puiguerra, al parecer muy sanguinario, había sido ejecutado en Grazalema, que era donde había matado a los dos de los primeros guardias civiles de la serranía; o Manuel Carrasco Saborido, que recibió la visita del verdugo en Zahara de la Sierra, allí donde había matado por algunas monedas a un ventero. No era necesario capitalizar el garrote, por mucho que las Cortes de Cádiz hubieran dado marchamo oficial al instrumento.
Se entregó a Alfonso XIII en persona una petición de indulto de toda la ciudad de Cádiz, acompañadas de las firmas del Papa y el rey de Portugal. Ni caso. Alfonso XIII, que tenía por entonces una gran vida social a sus 23 tiernos años, no se conmovió. Bastante tenía con las revueltas de Barcelona a cuenta de las levas de Marruecos. Y eso que el primer ministro era Moret, también gaditano. En fin, que quién era ese Silverio, que si estaba condenado se cumpliese, a otra cosa y menos remilgos.
Los gaditanos hacían corrillos a la puerta de la cárcel esperando noticias de Madrid. El pueblo había abrazado la causa y quizá sucediera como unos pocos años antes, cuando llegó el indulto con el cuello del reo ya puesto en el torniquete, en el clímax patibulario.
Decía Silverio que su padre le había hecho a su imagen y semejanza a base de palizas y que el destino le llevó a la trena. Y el destino lo amarró con una cadena a la pared. 22 meses, que se dice pronto, como un perro. Pero a Silverio eso no le doblegaba su buen humor.
Menos humor parecía tener el verdugo, que se bajó en la estación de Segunda Aguada con todas sus herramientas en la maleta. Este verdugo no daba besos a los reos. No se le conocían manías, excepto el valdepeñas, que hubo que ir a buscarlo para satisfacer su capricho. Sin un valdepeñas no podría acompañar su opípara cena y no estaría en óptimas condiciones para su misión.
El obispo pide clemencia, el Ayuntamiento se reúne en pleno. No nos maten gente aquí, hombres de Dios. Ni caso. Los tres magistrados leen la orden de ejecución. Y Silverio es liberado de su grillete. Es tu última cena. La sopa y el filete de pescado empanado saben a gloria tras 22 meses de arroz y garbanzos. Riega con jerez el condumio y Silverio, que era educado, menos cuando se le cruzaba un anciano en Tánger, dice no haber probado cosa igual en su vida.
Las crónicas de la época nos cuentan con detalle el momento de la confesión con el propio obispo Rancés. En ella dice que se acordará mucho de Cádiz en el cielo porque le han tratado muy bien, pese a lo del grilllete. También era cierto que habían intentado salvarle y la gente le había tomado cariño al de Atalaya de Cañavate .
Llega Silverio al patio de la cárcel esposado, agarrando el crucifijo que le acaba de entregar el obispo y acompañado de los hermanos de la Caridad, de riguroso negro. Al capellán de la cárcel se le escapan las lágrimas. Todos se arrodillan en torno a Silverio, ya sentado en su último banco, mientras el verdugo, con escasa pericia, trastea durante más de cuatro minutos montando el garrote. Coloca el verdugo el paño negro en los ojos del condenado y éste pide perdón al mundo por sus pecados, aunque insiste en que él no tiene nada que ver con lo de Cuenca, que a ese señor él no lo conocía de nada y que por quien más lo lamenta es por su madre, que no por su padre, que allá se pudra. Apremiando, dice el verdugo que, ya levantado el aparato, encaja el cuello. Reza el Credo el cura y Silverio le sigue, pero no puede acabarlo, ya que el verdugo, tan lento en en el asunto técnico, resulta ser rápido en el práctico. Catacrac en mitad de uno de los creos y adiós Silverio. El verdugo mira hacia arriba. Se iza la bandera negra. Ofrece un cigarro para comentar la mañanita. "No se preocupen tanto, son todos iguales", pero se encuentra con la espalda de los hermanos de la caridad, del cura, del obispo y hasta de los magistrados, que eran al fin y al cabo los que habían dictado la sentencia, no él. Aquí nadie fuma. Así las cosas, agarra su maleta y se dirige a Segunda Aguada, a coger el tren de vuelta en Madrid. Su trabajo ha terminado. Como diría José Isbert, en provincias no se valora en su justa medida el trabajo del funcionario de la capital.
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