Humano, demoníaco, líquido, vírico, banal: radiografía del mal
sociología
La guerra de Ucrania muestra que el concepto de lo maligno sigue superando la comprensión humana y lo asociamos, erróneamente, a lo otro y a la locura
El mal cercano. Sucedió hace unos años, en esta misma provincia. Alguien da la voz de alerta porque hace tiempo que no ve al niño pequeño de sus vecinos. Cuando se atiende el caso, no se observa nada objetivamente raro: el pequeño, de unos dos años aunque parece aún menor, está en su habitación con las persianas echadas. Pero algo no cuadra y, en una segunda visita, comprueban que la situación es en realidad muy extraña. Ese niño había crecido a oscuras, separado de sus hermanos. Era hijo de una relación extramarital y se acordó tenerlo, pero no atenderlo. El niño no reaccionó ni al ponerle el fonendoscopio: sólo lloró cuando notó el sol al entrar en el coche policial. Una experiencia nueva. Hasta entonces, todo habían sido tinieblas.
En casos así, el mal se toca, se encarna, no huele a azufre pero eriza. ¿Es gente normal?, se pregunta uno. ¿Podría ser yo?, también nos cuestionamos, para negar enseguida. Hannah Arendt nos diría que no nos creamos tan especiales.
“La mayor parte de la delincuencia y el crimen está en manos de sujetos ‘normales’, o al menos no enfermos”, comenta la psiquiatra forense Julia Cano. No son personas enajenadas ni lo que conocemos por locos. Aunque la locura sea una ayuda recurrente: cuando salen a la luz casos como el de José Bretón, queremos que esté loco. Decimos que los grandes tiranos lo estaban, que qué le ocurre a Putin.
“La atribución del mal a la locura es error muy socorrido, nefasto para el respeto y la atención debida a los enfermos mentales, hay mucho que decir –continúa la psiquiatra–. Y un lenguaje–relato estándar que desmontar… como hacer referencia a los animales (que no matan por placer, ni para hacer daño, como algunos humanos). No te digo ya ver titulares que hablan todavía de demonio cuando tal o cual personaje puede dar miedo”.
“Ni locos, ni animales, ni demonios –remacha–. Personas con un desarrollo no humano, seguramente marcados o tarados por experiencias nefastas, en una sociedad que no supo ni detectarlos, ni atenderlos , ni apartarlos, antes al contrario: se les permitió llegar a puestos de responsabilidad y a tener el control sobre otras personas. Tan responsables unos como otros”.
“Los enfermos mentales forman parte de la población de riesgo de victimización (como los menores, las mujeres y la población anciana) –continúa Cano–. Esta sociedad paternalista solo se ocupa de las mujeres, y hay muchas víctimas en otras poblaciones. No es tan complicado ocuparse de prevenir y atender todo tipo de violencia. Otras poblaciones, por cierto, con claras dificultades para organizarse y conseguir subvenciones”.
A nivel popular, se habla de la tríada oscura: la combinación de factores que convierte a un ser humano en un monstruo. En el cóctel letal entrarían la psicopatía, las dotes manipuladoras y el narcisismo. “Hay una tríada más científica –corrige Julia Cano–, que es la que da Jonathan H. Pincus, neurólogo, que encontró en los habitantes del corredor de la muerte: maltrato en la infancia, daño cerebral y psicopatología”.
“Todas esas, circunstancias detectables y tratables. Pero sobre todo, prevenibles, educando en autoestima, respeto y en inteligencia emocional. Pero educando en valores éticos básicos (autonomía, no maleficencia y equidad) no en los valores de moda según la ideología imperante”, añade, subrayando que la prevención de la salud mental no es una prioridad en nuestra cultura.
“El mal, en el fondo, somos nosotros –explica Rafael Marín, que ha tratado el tema en la trilogía Ora Pro Nobis–. Es nuestra extensión. Lo contó muy bien Stevenson con Jekyll y Hyde: somos lo mismo. Y no tengo muy claro, en la novela de Stevenson, quién de los dos tiene la culpa. ¿El científico que no mide sus experimentos? ¿O el pobre diablo que es puro deseo desbocado, un animal sin contención? Ya Freud hablaba de aquello del Id, Ego, Super-ego”, apunta.
“En gran parte, la proyección actúa como mecanismo de defensa (del miedo, de la culpa…) Lástima que los conceptos psicoanalíticos no estén de moda, la búsqueda de identidad tiene mucho que ver en esto”, indica Julia Cano.
“Lo que nos asusta del mal, que es un concepto metafísico, es su traducción a lo físico –continúa Marín–. Cómo el vampiro, o el diablo, o el zombi, nos pueden hacer daño. En estas novelas mías, tanto el mal como el bien tienen una traducción a lo físico: el mal se esconde tras muchas caras, y el bien, los OPN, son exorcistas que van ‘más allá del exorcismo”, y se enfrentan (en una lucha inútil, dicho sea de paso) al mal con medios físicos”.
Para el antropólogo de la Pablo Olavide de Sevilla, Alberto del Campo, la personalización del mal es un recurso socorrido. La otredad como el mal. El concepto de “chivo expiatorio –prosigue–, la idea de que pueda dirigir mi odio sobre un grupo hace que pueda obviar también muchos otros problemas de la sociedad y simplificar cosas que son mucho más complejas. Por ejemplo, en la dicotomía que es la guerra de Ucrania, rápidamente hay buenos y malos y un gran demonio que ahora se llama Putin. Esto es una simplicación frente a la complejidad de la guerras, como el famoso Eje del Mal o la cruzada que se vendió en la Guerra Civil”.
Ucrania. El último gran escenario del mal. El país parece haber ejercido, de hecho, de campo de pruebas al respecto durante el último siglo. Justo antes de la II Guerra Mundial, Ucrania vivió el “Holodomor”: una terrible hambruna que, se calcula, mató a unos tres millones de personas. Había cadáveres en las calles y los críos caían como pájaros congelados en clase. Llegó un momento en el que el ritmo de muertes llegaba a las 10.000 diarias. El sacrificio de sangre no fue, al parecer, suficiente. El conflicto bélico mundial le costaría al país otros cinco millones de muertos, con masacres como la de Babi Yar como emblema del horror –más de 100.000 ejecutados en total, 30.000 de ellos judíos, que eran conducidos desnudos a las fosas con los niños en brazos–.
Y nada de esto hay, decía Sófocles, que no sea Zeus.
El problema del mal ha sido siempre el gran hueso duro teológico: si Dios es omnisciente y omnipotente, o consiente el mal, o no es tan poderoso. “Si uno cree en Dios –señalaba la rabina Delphine Horvilleur–, su no intervención en ciertos momentos es un escándalo”. Frente a este sinsentido, la hipótesis de la indiferencia –un ser superior que pasa de los asuntos humanos– parece un mal menor. Voltaire señalaba desastres como el terremoto de Lisboa de 1755 como ejemplo de esta incompresión. Aun asumiendo la mano humana, hay una proporción de caos (enfermedades, desastres naturales) que nos rompe la mente.
“A pesar de todos los avances y de todo lo que consideramos seguro, hay un montón de cosas que no podemos comprender –desarrolla Alberto del Campo–, como te dice el hecho de que estemos en un hospital y confiemos en la ciencia pero sigamos llenando la cabecera de la cama de estampitas”.
El mal moral y el mal natural. A veces, como en la entrega de mantas de infectados de viruela a las tribus indígenas, hemos juntado con gran éxito los dos conceptos: “El siglo XX no fue especialmente sangriento –recordaba el protagonista de Las invasiones bárbaras–, unos 135 millones de muertos en total. No impresiona demasiado, teniendo en cuenta que españoles y portugueses se las arreglaron para hacer desaparecer en el siglo XVI, sin cámaras de gas ni bombas, a 150 millones de indios. Hicieron tan buen trabajo que después holandeses, franceses e ingleses se sintieron inspirados, elevando la cuenta a 200 millones”.
“El mal siempre será posmoderno –explica Rafael Marín– porque se adaptará a lo que venga. Ahora su forma es la posverdad. Y a veces lo vemos en la guerra, por ejemplo, que es el mayor ejemplo de cómo la sociedad acepta el mal como solución a muchas cosas, hay que hacer el mal para, al menos, resetear el status quo”.
Coincide el escritor gaditano con los apuntes respecto al mal del Papa Francisco que advierte cómo, en la actualidad, “la mentira alcanza un nivel supremo de perfección debido a los nuevos medios de difusión y cómo, los que la emplean se convierten en encantadores de serpientes, porque se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y para llevarlas adonde ellos quieren”, indica José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Cádiz, que ejercicio como sacerdote hasta 1981.
“Para escribir Ora Pro Nobis –prosigue Marín– pensé que el mal, hoy, tiene a su disposición la manera de llegar a muchos más sitios. Con los media (cine, tele, internet, música, etc) puede ir mucho más lejos que, pongamos, hace doscientos años. Y ese es el juego. No la condena de los media (faltaba más) sino cómo se pueden poner al servicio del terror. Porque mal y terror van unidos, claro”. Como los tiempos, el mal tiene hoy una cualidad líquida. Más “banal” en apariencia que nunca, sí, y más vírico que nunca.
“En los últimos tiempos, hemos vivido lo que parece el fin de las grandes verdades –reflexiona Alberto del Campo–. La posmodernidad ha traído también esa idea de que el bien y el mal son conceptos morales relativos y que dependen de cada religión. De ahí viene que los mayores siempre digan que se pierden los valores, etc. Hay un choque cultural casi generacional entre personas que se han criado en un mundo de grandes verdades casi sagradas, votando de manera inalterable, mientras que ahora, por ejemplo, casi es lo normal cambiar de partido elección tras elección”.
La sensación de vulnerabilidad ha existido siempre y se ha reactivado en el pasado reciente. “La creencia en rituales y supersticiones para alejar lo maligno suele ser más fuerte –comenta el antropólogo– cuando hay momentos de mucha zozobra”. Si van al Museo de Cádiz, en una de las vitrinas del mundo romano podrán ver un montón de amuletos fálicos contra el mal de ojo. Parecen llaveros. “Era de lo primero que se les regalaba a los niños en la Antigua Roma, como una protección frente al mal, igual que la cruz hoy en día –explica Alberto del Campo–. Los antiguos no tenían una idea del mal tan definida, pero sí sabían que había algo que dependía de la suerte. Griegos y romanos creían que Némesis podía sentir envidia –de ahí el ‘recuerda que eres mortal’–, y colgaban un amuleto fálico debajo del carro triunfal no ya tanto contra el mal de ojo de los ciudadanos, sino de los propios dioses, que podían estar celosos de tanto éxito y mandar la desgracia”. Una de las primeras lecciones de la mitología, en efecto, es que volar no es cosa de humanos.
Griegos y romanos consideraban que los dioses podían premiar y castigar, a menudo, de forma despótica, incomprensible y caprichosa: maligna. “Y hay muchos elementos precristianos que remiten a espíritus de la sombras o de lo subterráneo, aunque la concreción entre bien y mal no sea tan polarizada”, indica el especialista. Lévi-Strauss fue el autor que señaló que la mayoría de las sociedades dividen el mundo en dos polos opuestos e irreconciliables: frío-calor, mujer-hombre, invierno-verano, bien y mal. Nuestra mente funciona en binario, al fin y al cabo. “En algunas épocas, esa dualidad ha sido más predominante o ha impregnado más ámbitos de la vida. El cristianismo, de hecho, toma esa dicotomía de religiones anteriores, como el zoroastrismo –prosigue–. Pero si uno va a Latinoamérica o a África, ve que esa bipolaridad se diluye, y la concreción de estos espíritus malignos ya es distinta en cada cultura, aunque en el animismo se siga creyendo en almas buenas y malas”.
El mal del siglo XXI, según la doctrina cristiana
"Las imágenes del mal ya estaban descritas en los mitos israelitas y persas, es en los Evangelios donde se relatan los comportamientos individuales y colectivos que hacen daño a cada ser humano y a la sociedad”, explica José Antonio Hernández Guerrero, los principales “vicios” que conducen a la maldad según el Papa Francisco son la mentira embaucadora, la codicia egoísta y el ansia incontrolado de poder. La primera vive en la actualidad su momento de gloria gracias a los nuevos medios de difusión, que llegan a esclavizar y manipular a las personas. “La codicia egoísta –prosigue– es un mal destructor y corrosivo porque apaga la caridad y el bien común. Los seres humanos se hacen en realidad esclavos del lucro y de intereses mezquinos y que, a veces, a pesar de crean que se bastan a sí mismos, frecuentemente caen presa del desprecio y de la soledad. La avaricia, además de injustas desigualdades, agrava la pobreza y origina una permanente violencia y una mortal amenaza para los más desprotegidos: los niños, los ancianos, los enfermos, los extranjeros e, incluso, la destrucción de los recursos naturales de la Tierra”. Para Hernández Guerrero, las denuncias del Papa Francisco son categóricas cuando habla de las mentiras, del odio en la vida individual y colectiva, y “estimulantes sus explicaciones de los efectos que acarrea la pérdida de los valores básicos sobre los que descansa la vida en común de los hombres: la voluntad de corresponder a las expectativas de los otros y la coherencia entre pensamiento y comportamiento”. “El papa Francisco –prosigue– muestra cómo la lucha contra la maldad se libra cultivando el servicio, el amor, la solidaridad, la comprensión y la compasión como sendas hacia la justicia y hacia la bondad: estas son las guías que orientan hacia los valores morales y ayudan para lograr el bienestar personal, familiar y social. En sus explicaciones y aplicaciones concretas de los principios evangélicos, nos proporciona razones válidas para denunciar las perversiones y criterios claros para reflexionar sobre la maldad, para fundamentar una crítica seria y una autocrítica rigurosa, para leer los textos y, sobre todo, para leer la vida aplicando pautas que orienten nuestras relaciones con los demás y, de manera especial, con los que más sufren”.
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