Una imagen del Vaporcito, pudriéndose al sol.
Una imagen del Vaporcito, pudriéndose al sol. / D.C.

Me encontré el otro día en el aeropuerto de Madrid, adonde acababa de llegar de Berlín, a un estadounidense con aspecto de moderno Hemingway.

Hablaba castellano, entablé con él conversación y, al contarle que me dirigía El Puerto, me contó que conoció la ciudad hace ya muchos años cuando era piloto militar, profesión que luego abandonó por la de piloto civil.

Asistió entonces a una corrida nocturna en la Plaza de Toros y se enamoró de España, país en el que ahora quería establecerse harto de la política de Donald Trump.

No comparto su entusiasmo por la que sus partidarios califican de “fiesta nacional”. Soy antitaurino como mi hermano, El Roto, que ilustró un libro de repulsa de ese espectáculo que escribió Manuel Vicent.

Pero alabé su decisión de volverle definitivamente la espalda a Estados Unidos, país donde yo mismo fui corresponsal en una etapa más tranquila, aunque nunca exenta de intervenciones militares, que la actual, con el ignorante más peligroso del mundo en la Casa Blanca.

Hablamos largo y tendido de El Puerto y le expliqué sin rodeos su más bien penosa situación actual. Le conté el abandono por los sucesivos equipos municipales de su viejo acervo histórico sin que nadie parezca poder o querer ponerle remedio.

Le expliqué la desesperación de la gente, que no ve que cambie nada, sino más bien que todo va a peor sin que quienes podrían hacer algo muevan un dedo.

Le hablé del legendario vaporcito, que hacía el trayecto entre El Puerto y Cádiz, que un día se hundió y cuyo esqueleto estuvo aparcado en una especie de dique seco abandonado de todos los que le habían antes cantado.

Le hablé de la réplica de La Niña, la más pequeña de las carabelas de Colón, instalada en una rotonda camino de Valdelagrana y abandonada a un sol a veces abrasador sin que nadie parezca darle una mano de pintura para que no termine casi desintegrada como el vaporcito.

Pero le conté que mucho más preocupante que esos que podría calificar de símbolos visibles de un proceso de decadencia es el total abandono de muchos edificios, de los que ni siquiera sus propietarios parecen siquiera querer acordarse.

Le hablé de las tiendas que abren un día para cerrar poco después porque no hay público con capacidad adquisitiva y quienes las abrieron, pese a su buena voluntad, no parecían tampoco tener mucha idea del mercado.

Poco después de aquella conversación bajé a El Puerto con la esperanza con la que llego siempre de que algo haya cambiado, esperanza una y otra vez por desgracia defraudada.

Sí, me dicen que algunos extranjeros han comprado casas y las están reformando. Espero que no sea para convertirlas en pisos turísticos, auténtica plaga de esta y muchas otras ciudades.

Veo que los restaurantes de la calle Misericordia continúan bien frecuentados por turistas y locales, pero ¿qué ocurre con los bares y los comercios de ese y otros barrios?

Me explica la gente que no hay trabajo, que los jóvenes tienen que vivir en casa de sus padres cuando no de sus abuelos. No es un problema exclusivo de El Puerto aunque aquí tal vez sea más grave.

Sí, ya sé que las discotecas del vecino Puerto Sherry se llenan los fines de semana de jóvenes deseosos de disfrutar hasta el exceso. Proliferan las despedidas de solteros. Pero ¿en qué beneficia eso al resto de la ciudad?

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