Pito de coña

Autobombo

E L autobombo gusta un mazo en Cádiz. Cádiz es tierra de autobombo, de sacar pecho por poco, o incluso nada, que se haga y de mirarse el ombligo como el que se observa continuamente una de esas prominentes barrigas de pega que solucionan un disfraz de última hora. Sin abuela que nos defienda -a saber quién fue la primera fenicia de Cádiz-, el gaditano se basta por sí mismo para exaltar una copla, un tipo, un repertorio entero, un paisaje playero, una puesta de sol, un soterramiento, un estrafalario carril bici o también una recreación virtual de un estadio Carranza cubierto totalmente por una visera (imagen que existió, por cierto, aunque algunos la intenten borrar de la memoria colectiva).

Y si el autobombo no surge antes de forma natural, en discursos, ruedas de prensa o entrevistas al uso, se instalan unas 'gran diosas' pantallas en las que se dicta al ciudadano un extenso listado de logros municipales y estatales, si el gobierno central es del mismo color, que se disfrazan de noticias verdaderas, con sus fuentes unilaterales y todo. Es la propaganda convertida en información.

No hay pasacalle carnavalesco ni mitin político sin autobombo, sin una maza que golpee las conciencias de los ciudadanos para que después rindan pleitesía y voto al gran hacedor de todo, al dios que todo lo ha hecho, evidentemente bien, y que necesita apoltronarse para que nunca se sepa qué había detrás de todo. El ruido del autobombo golpea la mente y se instala en ella como un martillo pilón.

Pero el autobombo precisa, igual que en una chirigota, una estricta armonía con la caja, un compás redoblado para multiplicar tres por cuatro y que sigan saliendo las cuentas. Sin caja, no hay bombo, no hay autobombo, no hay propaganda. Que de algún sitio tienen que salir los dineros para disfrazar la mentira.

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