El linaje del Tío de la Tiza. Por Javi Osuna

17 de marzo 2016 - 04:07

Antonio Rodríguez Martínez ‘El Tío de la Tiza’ se afincó en Sevilla en el año 1905, justo en la cumbre de su fama, cuando su coro ‘Los anticuarios’ puso —literalmente— boca abajo a la afición hispalense en el Café Novedades, que había en La Campana, actuando luego por toda España. Por una razón que se ignora (pero se intuye) se instaló en la capital andaluza con una señora con la que había establecido una relación sentimental: Josefa Páez, a la que apodaban ‘La Rubia’. Rodríguez tuvo cuatro vástagos de su anterior mujer, Rafaela García. A saber: Concepción, la primogénita; Antonio (que falleció prematuramente); Francisco y Rafael (que no fue reconocido por él y, por tanto, nunca llevó el apellido Rodríguez). Todos nacidos en Cádiz. Francisco, su tercer hijo, se fue a vivir con él en la Sevilla de 1911, siendo entonces un joven de diecinueve años, cuando el maestro murió en tierras hispalenses, en el verano de 1912. Reescribir una biografía de setecientas páginas, durante siete años, me supuso indagar centenares de padrones, de certificaciones literales de nacimiento, matrimonio y defunción, así como sus expedientes escolares y de quintas. Me permitió saber muchísimo más de lo que imaginaba, pero la gran satisfacción y el enorme fruto, sin duda, fue conocer a los descendientes de la única rama, la de su hijo Francisco. Una hija de Francisco (nieta de Rodríguez): doña Concepción Rodríguez Martín (llamada Concha, precisamente por su tía), vivía con una memoria prodigiosa en el domicilio malagueño de una de sus hijas. Fue una delicia conocerla y tratarla. Tenía una dulzura enorme. Recordaba a su padre con un cariño inmenso y se sabía y te canturreaba los tangos de su abuelo (su padre fue un saetero excepcional). Con el argumento incontestable de la nombradía de Rodríguez y con el hecho de que ella viviera, conseguimos que le impusieran a su abuelo el Antifaz de Oro, en el Carnaval de 2012. Agarrada de mi brazo, con la ternura de un hilillo de voz de 89 años, me dijo que era la noche más feliz de su vida y que nunca olvidaría el nombramiento a su abuelo. Hace un año (ya nonagenaria) le pidió a su hijo José Luis que la llevase a Cádiz a almorzar con “ese muchacho” (quien suscribe). Echamos una mañana preciosa y me las ingenié para buscarle cuatro docenas de erizos, por los que sentía debilidad y venía soñando con ellos. El pasado 28 de febrero de 2016, día de Andalucía, con 93 años se marchó para siempre. Descanse en paz, doña Concha Rodríguez: que tenga usted el descanso eterno que se merece. Aquí deja la admiración hacia su persona y una sonrisa de satisfacción indeleble en las tablas del Falla, que jamás olvidaré.

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