Con la Venia

Las calles de Cádiz. Por Yolanda Vallejo

  • Artículo de Yolanda Vallejo. Interesante punto de vista.

Amí me habrían echado del Paraíso mucho antes de lo de la manzana y la serpiente. El sexto día, sin ir más lejos, cuando el terrible Dios del Génesis tuvo la brillante idea de dejar todo el peso de la nomenclatura de las cosas en los hombros del hombre. Si llego a estar allí me expulsan sin contemplaciones, porque ya sabe usted lo que pienso de lo de poner nombres a determinadas cosas. Suerte que Adán estaba todavía solo–el asunto de la costilla y la compañera fue por la tarde– y, por tanto, no tuvo con quien discutir, ni tuvo

 que someter a votación por qué el ñú, por ejemplo, se llamaría ñú. Ese fue el primer castigo divino, no tengo la menor duda, un castigo disfrazado de privilegio y autoridad –ay, la soberbia– que hemos heredado generación tras generación y que ha sido siempre motivo de trifulcas y de desencuentros. Porque ya sabe lo que decía Juan Ramón, «intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas» y ya sabe que la inteligencia debe estar en otras cosas más importantes que en jugar al monopoly.

Lo de cambiar los nombres es algo que se nos da bastante bien –o bastante mal, según se mire. Lo hacemos todos, no vamos ahora a ponernos con remilgos. Debe ser cosa de la tradición judeo–cristiana, aquella que insinuaba que, nombrando unas cosas, atrapábamos el espíritu de otras –de ahí lo de poner nombres de muertos a recién nacidos– y que desarrolló Guillermo de Ockman en sus teorías nominalistas con aquello de que solo existe lo que puede ser nombrado. Así nos va desde entonces. Porque no hay cosa que guste más que poner los nombres encima de la mesa y jugar con ellos a ver quién los tiene más grandes. Ocurre en todos los ámbitos, pero se evidencia, mucho más, en los callejeros de las ciudades. La culpa, como de casi todo, la tuvo la Ilustración y esa cosa del didactismo y del enseñar al que no sabe; y en Cádiz, la culpa la tuvo Adolfo de Castro que, siendo alcalde, decidió hacer del nomenclátor una lección de historia, alegando motivos más estéticos que éticos –también hay que decirlo– y eliminando nombres como Rata, Sucia o Husillo para que no causaran espanto entre propios y foráneos. De aquellos fangos vinieron otros lodos, como el callejero de Fermín Salvochea, que apenas duró once meses –porque detrás vino otro con las mismas pretensiones– que también tenía su propia pedagogía, el de 1914, el de 1939 –del que todavía nos queda algún lodo– o el de 1979. 

Y déjeme que me pare en este, porque me parece, de todas, la reforma del nomenclátor más racional y lógica de cuantas se han acometido en nuestra ciudad. Los primeros ayuntamientos democráticos llevaron a cabo una profunda reforma en los callejeros de las ciudades –fantástico es el caso del barrio de las Letanías en Sevilla que aún conserva la calle 'Refugio de pecadores' que nunca gustó a sus vecinos, como es natural– encaminada a eliminar los nombres de personas, instituciones y acontecimientos asociados de manera inequívoca al régimen franquista. Una tarea ardua y costosa que en Cádiz se vinculó al Plan Cuadrienal de Urbanismo –lo que se conoció como 'Plan Hipólito' por el concejal socialista– y que tuvo un coste económico que no llegó a los seiscientos euros. El plan de reforma del callejero consistía, básicamente, en devolver a las calles los nombres «de siempre», porque, al fin y al cabo, «nadie le decía plaza de Franco a la plaza Mina y eso nos facilitó el trabajo», decía el concejal. La reforma acabó con nombres de obispos, de batallas, de militares «sin meter el dedo en el ojo a nadie, sin crispar y sin crear más problemas».

Así debería haberse hecho la reforma aprobada en el último Pleno, «sin crear más problemas», porque ni queriendo les sale cosa tan retorcida. Verá, lo normal, lo lógico, lo justo es cumplir con el mandato de la Ley de Memoria Democrática y por tanto, borrar del callejero de la ciudad los nombres que atenten contra la memoria individual o colectiva de víctimas de algún tipo de represión –pienso en el marqués de la Ensenada o el marqués de Comillas– y que no merezcan, a día de hoy, rotular ninguna calle de Cádiz. Lo que no es normal, ni lógico y sí bastante injusto es jugar al juego de la confusión con empresas, vecinos, instituciones, que ven cómo de un día para otro cambia su dirección postal y tienen que hacer frente a las incomodidades –también económicas– que esto acarrea, mucho más si, como dice el presidente de Radio Taxi, «son muchas calles nuevas a la vez para aprenderlas, y algunas con nombres demasiado largos», cuando «hay clientes que todavía piden un servicio en El Barril».

La reforma aprobada el pasado viernes no convence ni a los vecinos ni a las vecinas. A mí, me da igual, porque siempre he pensado que las calles no deberían llevar nombres, y mucho menos de personas o colectivos –proletarios del metal es mi favorita–, porque el pasado siempre vuelve y el castigo divino con él. Vendrán otros y querrán quitar los nombres de ahora y detrás llegarán los que quieran recuperar lo que otros quitaron y así una y otra vez, porque no hay nada nuevo bajo el sol, ni ningún equipo de Gobierno tan inteligente como para dar con el nombre exacto de las cosas...

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