Diego Gadir sobre Eduardo Arroyo

17 de octubre 2018 - 01:57

Eduardo Arroyo descansa ya al otro lado de la angustia. In memoriam DIego Gadir

Hablaré de gente a la que traté o leí. Hubo un momento, allá por el cambio de milenio, en que las opiniones que Eduardo Arroyo desplegaba a cerca de la creación y comercialización de la contemporaneidad en el arte español se distanciaban mucho, por ejemplo, de las de Luis María Anson, presidente-fundador del suplemento cultural de La Razón-El Mundo, quien siempre mantuvo una euforia por la contemporaneidad en las artes, los cutting edges, las project rooms, los "chillouts" de los jovenes creadores. Al contrario que Arroyo, Anson se declaraba un moderno colosal. Tal vez, siempre lo fue, atento a todo brote de talento renovado. Por otra parte, siempre fue muy hábil para disolver cualquier sombra de ranciedad que pudiese atribuírsele, injustamente. A Eduardo le importaba muy poco aventar ese talante talibán de la modernidad que se había fabricado como de sastrería. Tanto Arroyo como Anson padecieron la cruz del franquismo. Ambos padecieron destierro, el primero más largo. Ambos supieron sobrevivir. Volviendo a los noventa largos, parecía existir en el aire una euforia contagiosa que quizá fuese causada más por el buen momento económico -que ascendería paulatinamente en los años siguientes- que por la situación del arte español en el mapa mundial. Arroyo no estaba para euforias, enrocándose como una larva en su descreimiento del sistema -"la crítica no aporta nada, ni bueno ni malo"- y aceptando su inevitable descenso a la sima de la angustia que, según aseguraba el pintor entonces, impregnaría su último recorrido, y sus últimas obras. No estoy seguro que haya sido así su final, a juzgar por su última exposición en la Fundación Maeght, en Francia y en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, que la crítica alaba en su moderna luminosidad. Arroyo empezaba a parecerse en su concepto de modernidad a José Antonio Marina que, curiosamente, no reconocía la euforia como la recompensa ofrecida por el arte contemporáneo, al que propuso llamar arte ingenioso. Lo ingenioso, según Marina, produce una alegría en el ánimo próxima a la del chiste, o la sorpresa, un ¡guau! más que el ¡awe! reverencial del inglés -asombrarse ante algo espléndido-, muy estadounidense, por cierto. Para Eduardo Arroyo, no existía recompensa alguna, ninguna satisfacción durante el proceso de trabajo. Crear era una acción vital decicida por el artista. Por otra parte, Arroyo, a finales de los noventa, reivindicaba una actitud y aptitud clásica. Ya no era aquel joven terrible dispuesto a patearle los cojones al mismo sistema del arte más vanguardista de Europa allá por los sesenta, "asesinando", de frente, al adalid de la heterodoxia y gurú del antiarte Marcel Duchamp -ver su obra políptico conjunta con Aillaud y Recalcati "Vive y deja morir"- . Arroyo ya no tenía que echar a empujones a ningún virrey del arte para ocupar su trono, tal era su manifiesto propósito de juventud. Aquellos días de rebeldía habían pasado para siempre. Entonces, en los noventa, las cosas le iban bien, tenía mucho que afianzar y conservar. Su preocupación era allanarse la subida al olimpo de los clásicos. No se identificaba ya con los jóvenes que venían arrasando la yerba a su paso, epatando a los señores acomodados que deciden la ética y la estética de un mundo en el que ya él estaba salvado. Reconoce su insolidaridad con esta posición. Entonces renegaba también de los museos y del dinero público, que suponía la única baza española. "¡En Francia, se pone la confianza en el dinero privado!" -enfatizaba. ¡Qué absurdo que un director de museo se considere artista! -se lamentaba. Los museos no deberían ser laboratorios donde experimentar vanguardias -arguía- sino especie de academias conservadoras de la historia del arte. Salvaba de la quema a la sociedad española, a la que consideraba ávida de conocimiento y dispuesta, pero a poco más. La crítica le había silenciado a veces injustificadamente y esto le dolía más que haber sido despellejado vivo. Pero con respecto a la crítica se mostraba comedido. ¡No te enfrentes al crítico! -recomendaba Mario Antolín. Eduardo Arroyo pasa, en el plazo de seis, siete años, de todo lo dicho a revertir mucho de ello. También Anson casi en el umbral de la debacle financiera de 2008 reconoce salir "enmohecido" de su visita a la gran feria española. Y se lamenta de la ausencia de artistas españoles en las listas top internacionales. A partir de ahí, Arroyo será un hígado retorcido de ira repartiendo bilis a diestro y siniestro. Lamenta que Rodríguez Zapatero haya dejado de priorizar la cultura hasta dejarla enfermar en un rinconcito. Rajoy y su veintiuno por ciento de IVA parecería haberla apuntillado. Pero Arroyo se negaba a aceptar que éste fuera el problema, dando fuelle a su angustia. Los culpables somos todos: los creadores son cobardes -"métome yo"-confesaba- , la galerías son cobardes, los políticos se desentienden. "¡España es un país de cobardes!" - espetaba. "En Europa empiezan a saber la verdad" -declaraba. Los jóvenes artistas españoles no son de amotinarse y esto desesperaba a Arroyo. Yo tuve el honor de convivir con él como jurado del premio Marca de pintura, años 2004 al 07, según creo recordar. Solía yo pegarme mucho a él en las convocatorias para elegir premiados. Estoy fotografiado a su lado. Y me tenía un afecto sincero, estoy seguro. Llegué a pedirle que cogiera a mi hijo en brazos para una fotografía junto a Julio Rey y Cristobal Gabarrón en la Casa de América. No sé como no me mandó al carajo porque Dieguito Manuel pesaba ya un quintal. Ahí está la foto en mi libro Los trabajos del corazón. Después, le pedí que me escribiese un texto de presentación para dicho libro, cuatro líneas, demoliéndome si hiciese falta. Es el único pintor al que he pedido un texto, exceptuando a Carlos Rojas. Me dijo que "tu trabajo me interesa y va a crecer y crecer" y que "escribir sobre un compañero joven no es una broma y son cosas que no se pueden despachar con una frase. El texto exige rigor y tiempo. Estoy viajando mucho y estoy sobre un texto largo al que dedico el poco tiempo que me deja la pintura y el teatro." Al final, fui yo quien escribió sobre él en dicho libro. Lo hice sobre su trabajo como escenógrafo, algo prodigioso. También sobre su ensayo El trío calaveras, el libro de los suicidas. Pero jamás compartí su aversión sistemática hacia la iconoclastia contemporánea. Y me dolió mucho aquel rechazo que sufrió en Cádiz el cartel que diseñara para el Carnaval de 2005. No fue justo ni bueno. Como dice mi compadre el poeta y fiscal Jesús García Calderón, cuando alguien hace un encargo se arriesga y debe aceptar el resultado. Pidió su cotización y le fue pagada. Esto último me parece el único y gran error cometido, teniendo en cuenta los índices económicos de la ciudad. Quien quiere algo bueno tiene que pagarlo, máxime cuando se trata de una obra de un gran artista para su explotación y difusión públicas, devengando derechos y tal. El problema vino cuando tras este cartel, al año siguiente, se pretendió volver a la bolsita de siempre, lo pintase quien lo pintase y amén. A mi entender, el cartel deberían hacerlo siempre los mejores, sean o no de Cádiz, aceptando un término medio en la remuneración y que todo el cádiz interesado se rascase el eurito que pidió a voces la faraona, empresas y comercios incluidos. Si la hucha se quedase tiritona, pues al carajo el cartel "pintado" ese año. Se pone una buena foto, que suelen tener cotizaciones más bajas. Incluso se podrían alternar, para no manchar la honra de la fotografía. El cartel es algo fundamental para Cádiz. Arroyo, único hasta en la discreta elección de sus referentes, como Francis Bacon, ya descansa al otro lado de la angustia. Devotamente, maestro.

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