Algo empalagoso
Crónicas del retornado
Casi seguro que nuestros queridos lectores habrán advertido que estamos en Navidad. Y creo que llevarán advirtiéndolo aproximadamente desde principios de noviembre, porque más o menos por esas fechas comenzó el diluvio o bombardeo navideño por diversos canales.
Personalmente no tengo nada contra la Navidad, como no lo tengo contra el Ramadán, ni contra el Yom Kipur. No participo del negativo punto de vista del Ebenezer Scrooge de Dickens, ese atrabiliario personaje que en años anteriores ponía en escena Miguel Ángel Bolaños. Este año no me consta, porque con el lío del puñetero virus todo anda bastante mangas por hombros.
Casi todo, porque el llamado “ambiente navideño” no ceja. Todas las calles se pueblan de lucecitas, con absoluto desdén por el desperdicio energético, los villancicos atruenan por doquier y se anuncian productos navideños con gran profusión. Vilancicos como uno apócrifo que se me acaba de ocurrir:
“Los ángeles en el Cielo
llegando la Navidad
cantaban a voz en cuello:
“¡comprad, capullos, comprad!”
Los villancicos me caen simpáticos; especialmente los más tradicionales. Lo que acaba cansando o empalagando es su repetición día tras día. La burra que va hacia Belén debe de ser la bestia más lenta del mundo, puesto que lleva desde hace semanas recorriendo su itinerario sin llegar a meta. Algo semejante acaece con los peces que beben y beben, amenazados de hidropesía, pese a su natural acuático, porque los pobres infelices lo que beben es… ¡Agua!
Es como lo que me pasa a mi con las sopas de ajo: me encantan, pero si me las sirviesen en el desayuno, en el almuerzo y en la cena un día tras otro, seguro que acabaría aborreciéndolas.
Volviendo a lo nuestro, es una evidencia que del inicial sentido religioso y tradicional de la fiesta hemos pasado a una operación comercial y social francamente empalagosa.
Es casi imposible enchufar la televisión sin que nos asalte todo un aluvión de cosas navideñas.
Por ejemplo, las películas. Las películas navideñas o navidosas derraman arrope, suelen ser tremendamente dulzonas y cursis. La mayoría de las que trasmiten los canales televisivos proceden de Estados Unidos de América y suelen proponer unos sentimientos de lo más nobles y compasivos por estas fechas, sentimientos que probablemente se podrán suspender durante el resto del año para dedicarse al sistemático puteo de nuestros semejantes sin mayor problema.
Sugiero a los productores que no se molesten en hacer ese tipo de películas, generalmente muy flojas. Podían producir adaptaciones navideñas de películas ya de probado éxito. Por ejemplo, se le añaden unas lucecitas de colorines parpadeantes al ataúd de Drácula, y listo; o se cuelgan unas campanillitas a los cataplines del caballo de Clint Eastwood en la “Trilogía del Dólar” y queda completamente navideño.
Pero no son solos las películas: cualquier programa de estos días necesita revestirse de detallitos tales como cristales de nieve y abetos. Sea concurso, reality show o cotilleo, venga nieve y vengan arbolitos y campanas. Un lugar como Chiclana, donde no consta que haya caído jamás un copo de nieve y cuya conífera más común es el pino piñonero (pinus pinea), tan diferente del abeto, tiene que disfrazarse de Noruega, si es que quiere disfrutar de una Navidad canónica, si no quiere desentonar. Incluso se han llegado a crear nevadas artificiales frente al Ayuntamiento. A mi no me parece mal del todo, porque los chiquillos lo disfrutan una barbaridad y los niños se lo merecen todo, pero algo grotesco sí que resulta.
Luego viene el empalago publicitario, y no solo por los anuncios de dulces, ya empalagosos de por sí. Al retornado los dulces le sientan como un tiro y, como todos ustedes, se ve obligado a verlos anunciados a todo color en estas fechas, lo cual resulta notablemente empalagoso.
La celebración de la Nochebuena exige inexorablemente elaborar y consumir cenas copiosas regadas con numerosas libaciones, incluso a personas que, como el retornado, suelen cenar una tortillita o unas verduras. Estos banquetes extemporáneos pueden desembocar con facilidad en indigestiones, a poco que uno se descuide, total, que seguimos con el empacho.
Digamos en descargo de las comilonas que en condiciones normales constituyen una ocasión para reunirse con familiares y amigos, cosa que resulta agradable, siempre que los circunstantes no den en el mal detalle de rememorar a los ausentes, provocando situaciones de melancolía colectiva. También es recomendable que ningún inoportuno aproveche la ocasión para resucitar viejas rencillas, pero, como en la fábula de la rana y el alacrán, parece inherente a ciertas empalagosas personalidades.
Sea como fuere y hechas las anteriores antipáticas observaciones, deseo a lectores y chiclaneros en general que disfruten todo lo que puedan de las fiestas.
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