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Levantera

La curva es bella

  • El fenómeno 'curvy' hace hueco en tiendas e imaginario a las tallas excluidas en el criterio habitual.

Curvy is the new black, digamos. La etiqueta se ha instalado como una pica en el Flandes de los insectos palo. Su misma aparición –que reivindica lo bueno y bonito (lo de barato está por ver, pero es que lo de barato está por ver siempre) de ser jamona– supone un gesto de victoria ante la tiranía del discurso dominante: que sigue siendo, sí, arrollador y mayoritario. Todos lo conocemos: si eres ortodoxamente guapa y delgada, te salvas de las duchas. Si no, subespecie, prepárate para el gas Zyclon. Ese es el discurso que vamos deglutiendo día tras día y al que uno se sobrepone con madurez y no poco esfuerzo. 

El fenómeno curvy es ya tan popular que cuenta, por supuesto, con modelos curvy (Ashley Graham, Candice Huffine), blogs y cuentas de Instagram dedicadas a la vindicación de la curva e incluso títulos que intentan explorar, mediante el humor, de qué estamos hablando –Curvy, de Covadonga  D´Lom y Flavita Banana; Gordi Fucking Buena, de Elena Devesa y Rebeca Gómez–. Ignoro qué ha podido suceder para que las tallas grandes hayan podido al fin abandonar la leprosería y salir al mundo exterior. Aunque, imagino, no somos tan invulnerables ni tan puros ante el influjo de lo que nos rodea: la aparición de mujeres ya icónicas y de voluptuosidad rompiente, como Christina Hendricks (la Joannie de Mad Men), la rotunda Beyoncé o las mismas Kadashian –un referente es un referente– han servido de revulsivo. Suyo han hecho un mensaje que resultaba ser el de la mayoría de las mujeres del mercado –más de la mitad de las españolas, por ejemplo, usa más de una talla 40– . Y el mercado, medio embobado, se ha dicho que estaba haciendo el tonto: ¡cómo había podido perder esa oportunidad! ¡La lorza es bella!. Está tan de moda definirse como curvy que afirman que lo son tanto Heidi Klum –que se viste en el Departamento para Elfos– como Taylor Swift –que se viste en el Departamento para Elfos Escuálidos–. 

Desde luego, no todo es perfecto en la fiebre de las curvas. Las modelos que se nos presentan como curvy tienen una figura de infarto pero no se les atisba un gramo de flacidez ni de celulitis –modelos, por cierto, que muy rara vez alcanzan una talla 46–. Y cada vez más marcas han ido ampliando el tallaje, es cierto, pero siempre como tallas grandes o especiales: ya estáis fuera de la leprosería, ya os podéis quitar el saco de arpillería. Os acogemos bajo nuestro seno. Bueno, aquí al ladito. 

El primer error, desde luego, es adoptar un eufemismo. Cualquiera que se haya visto marginado en algún momento de su vida sabe –como bien apuntaba Tyrion en Juego de Tronos– que la única manera de sobrevivir a tu insulto es abrazándolo. Así les demuestras a los demás que no te pueden hacer daño: no a través de tu falla, al menos. Cuatrojos. Maricón. Rata. Choni. Gorda. 

¿Qué ocurre? Que el sistema de referencia de moda y cine es tan brutal que incluso cuerpos como el de, pongamos, Eva Mendes, se salen de la pauta. Aunque, como apunta la bloguera Bethany Rutter, no toda la que tiene kilos de más tiene la suerte de tener, encima, un cuerpo como el de (otro ejemplo) Salma Hayek, que será la reina neumática pero no tiene kilos de más ni de menos. Hemos hecho que gorda no sea una definición, sino un insulto impensable de utilizar; delgada también va más allá de una definición: es el pasaporte al paraíso de los aptos, el visado, como decíamos, más allá de las duchas. No deja de ser curioso que la réplica masculina de la “revolución” curvy fuera eso que a los medios nos dio por definir como “fofisano” (¿?), sin complejos ni disfraz ninguno. “En nuestra opinión —señalan  en el prólogo de su libro las autoras de Gordi Fucking Buena—, las gordas nos hacemos un flaco favor al emplear términos como este si lo que queremos es que la situación de personas con sobrepeso se normalice”.  

Dentro de esa manga ancha del eufemismo cabe también que el término curvy se utilice como una forma amable de definir la obesidad, quitando agravante al hecho de que es una condición dañina. Pero, nuevamente, también quita años de vida fumar y la etiqueta vergonzosa para la sociedad no es fumador, sino gordo. El lema “Para mujeres reales” de Dove, por ejemplo, fue creado en 2004. Sarah Shotton, la diseñadora en jefe de Agent Provocateur afirma que su fascinación por la firma comenzó porque era la única en la que podía comprar sujetadores sexys que fueran más grandes que su pezón (licencia poética, imaginamos). Durante décadas, si no entrabas en el peso, no existías. La visualización, el empoderamiento, que al cabo es de lo que trata toda esta platafoma de curvas y redondeces, es bastante reciente. 

Qué quieren que les diga, para mí la respuesta está en Barbie (nunca creí que diría esto más allá de los once años, pero la vida tiene cauces misteriosísimos). La famosa y vilipendiada muñeca ha vivido este año lo que sus creadores definen como una revolución: junto al modelo tradicional –y que ahora es, digamos, irreal depurado– se presentaron otros tres tipos morfológicos de muñeca: alta, pequeña y curvy. La nueva Barbie cuenta, además, con distintas variantes de piel y pelo –toda una evolución desde 1963, cuando la muñeca “leía” un libro titulado:  Cómo perder peso, con instrucciones para no comer–. En el mundo de la moda, como diría Wallis Simpson, “nunca se está lo suficientemente delgada”: quien piense que alguna vez no ha sido así, que mire a las figurantes de las firmas parisinas en los años 50. El traducir las pasarelas al mainstream comercial, y que exista un músculo comercial predominante, supone la imposición de una tábula rasa, un vaciado de cuerpo exacto en el que es difícil encajar. Será complicado encontrar ropa que te siente bien si tienes sobrepeso, sí, pero también si eres más alta o más baja de la media, o tienes mucho pecho, o poco, o espaldas anchas, o enormes caderas. Y, aunque todas esas excepciones sumen una mayoría, aceptamos el rodillo.

La fiebre de las curvas nos dice que el secreto del éxito está –cuatrojos, chonis, gordos– en no dejarse achantar. Porque uno lo vale más allá de lo que diga una campaña.  

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