Gloria incierta

El libro en el que se basa la película de Villaronga es una involuntaria advertencia al nacionalismo

Dudosi ir al cine a ver Incierta gloria, la nueva película de Agustí Villaronga, basada en la novela homónima de Joan Sales, de la que me apasionó la mitad. En las críticas comentan que Villaronga, al rebufo de su Pan negro, ha subrayado la parte más oscura del libro. Mitad sobre mitad, quedará en la película un cuarto de lo que me atrajo del libro. En una entrevista, el director, además, cuenta que la novela le apabulló y que su labor como guionista ha consistido en ir haciéndola más y más pequeña.

Vaya. Yo admiro, en cambio, el gran aliento cósmico, vibrante, teológico, trascendente de la primera parte de la novela, la que paradójicamente transcurre en un pueblucho en el frente de Aragón durante la guerra civil. Se cuenta una historia hecha a partes iguales de realismo, misterio y temblor.

Podría haber sido la gran obra sobre la guerra civil española. Pero pocos casos caen tanto en la advertencia del marqués de Tamarón: "Sin cesura ni censura/ no hay buena literatura". El nacionalista Joan Sales, que había escrito un fresco de la derrota desbordante de dignidad y emoción, una vez libre de la censura franquista lo alargó con dos partes más de nacionalismo rampante.

"Queremos obispos catalanes", acaban gritando, en un final que se pretende emocionante y esperanzado. Los querían, los exigían catalanes, no santos, ni buenos siquiera, sino catalanísimos. Con ese remate de catolicismo cateto (valga el oxímoron) se cargó Joan Sales el vuelo universal de su historia. Como si Dante hubiese acabado el canto XXX del Paraíso reclamando concejales de fiestas para Florencia, en vez de cantando al amor que mueve el sol y las demás estrellas.

El libro se convierte en un caso de libro: en prueba irrefutable del empobrecimiento que producen los nacionalismos, incluso en los más inteligentes y talentosos, como Joan Sales. Que se empeña en convencernos de que las matanzas de religiosos en la Barcelona republicana obedecían a un milimetrado plan fascista. Cae en el racismo más burdo: el villano de la historia no es un catalán de pura cepa, como parecía, sino "naturalmente" el hijo ilegítimo de un extremeño. Un sacerdote pierde la fe, entre otras cosas que pierde, porque no le dejan predicar en catalán. Como motivo es asombroso, sintomático. La primera parte de la novela es una incomparable experiencia literaria; la segunda, una triste advertencia política; la película, aún no sé.

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