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Ignacio F. Garmendia
Ultramar
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Cuando la Asamblea francesa votó a favor de elevar el aborto a la condición de derecho constitucional, escribí exponiendo las razones por las que lo consideraba un disparate y, más, un disparo contra la libertad de conciencia de los pro-vida. Ahora que el parlamento europeo hace lo propio, lo suyo sería cortar y pegar aquel artículo. Los argumentos son los mismos, y nadie los ha refutado.
Yo decía allí que merece un análisis la evolución que hemos vivido. Recordamos como si fuese ayer –fue hace poco– cuando los más recalcitrantes abortistas decían con voz de lástima que el aborto era una desgracia y un fracaso. Por supuesto, aseveraban, era un tipo penal y la vida del feto merecía la máxima protección, pero, por humanidad, era mejor no aplicar las penas correspondientes a la mujer desgraciada que tenía que pasar por el trance. Hoy, si uno defiende eso, los que lo decían ayer te denuncian. Aquellos mismos, con el silencio aquiescente de los otros, pasaron a despenalizarlo, más tarde a ampliar los plazos, después a subvencionarlo, enseguida a loarlo como una libertad, luego a levantarlo como una bandera feminista, entonces a promocionarlo y ahora a consagrarlo como un derecho.
Desde el momento en que en Occidente puede abortar quien quiere, como quiere y sin ninguna traba económica ni injerencia legal ni reproche social, me pregunto: ¿para qué siguen amontonando tantos reconocimientos políticos? La respuesta era y es clara: para poder acusar de negar un derecho a todos los objetores de conciencia y defensores de la vida.
Nadie discute los argumentos jurídicos (la vida del nasciturus, ¿no es un bien constitucional a proteger?), científicos (genéticamente el feto es un ser humano), demográficos, psicológicos (¿nadie habla de las secuelas que puede dejar un aborto?) y, por supuesto, morales. Sencillamente se silencian o no se escuchan. De la era de la razón hemos pasado a la era de la cerrazón. Si se cuentan los votos, y hay uno más de lo mío que de lo tuyo, el aborto es un derecho, y tú, pro-vida, ipsofacto un forajido para el sistema.
Produce melancolía (y después miedo) ver que nos estamos quedando con la cáscara numérica de la democracia, pero tirando por la borda el respeto a los hechos, las razones y los datos, la delicadeza con las minorías, la prudencia en el gobierno y la capacidad de escucha. No hay debate serio. Cortar y pegar es lo que van a hacer con nosotros.
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