Está a punto de que pase el verano, que tampoco; una muestra más de que lo oficial casi nunca coincide con lo real: sigue haciendo un calor de cojones repartido a voleo dada la plurinacionalidad en que vivimos. Y a eso vamos.

Cuando entonces, quiero decir cuando calor y calendario casi coincidían, en aquel Madrid pueblerino -aún no se sabe si éste es peor que aquél porque el de hoy parece más un campamento de refugiados-, se vivía en unas condiciones ¿precarias? acorde con los tiempos. Sí, se vendían lavadoras, ventiladores, neveras, sin establecer un orden de prioridades. No hay que olvidar que las casas tenían en sus cocinas, bajo la ventana que daba al patio de luces, unas fresqueras con tela metálica al exterior para conservar-guardar los alimentos perecederos, dícese de los tomates, los pimientos e incluso algún pescado o carne que se consumiera al día siguiente, con ellas se remediaban los rigores porque la cosa no daba para más; las familias que tenían neveras de hielo ya entraban en la clasificación de holgura económica. ¡Pues no era nada recibir cada mañana al repartidor de hielo con la barra al hombro!

Lo de los frigoríficos eléctricos ya era de otro nivel, reservado para contadas casas del barrio de Salamanca o de la Colonia del Viso. Lo del aire acondicionado, aparte de significar que salíamos del tercer mundo, era la adhesión inquebrantable a la modernidad a pesar de que ver en alguna fachada los armatostes antiestéticos seguía siendo raro. Sin embargo en los cines de estreno empezaban a colgar carteles con pingüinos sobre hielo y debajo un rótulo, helado también, con un contundente: "Local climatizado". En algunos había que ir con rebequita.

A lo que me refiero es que, aparte del termómetro, el primer aviso de la canícula inmisericorde se colgaba en los restaurantes económicos. Madrid podía presumir de ellos, no por las fastuosas instalaciones, sino por la honestidad de su cortísimas cartas. "Menú del día" escrito con bolígrafo en una hojilla de papel cuadriculado sujeta con un clip a una carta que nadie leía. Todos aquellos establecimientos, más o menos, disponían de uno o dos escaparates estrechos, flanqueando la puerta de entrada. En realidad no pasaban de ser como las fresqueras pero menos, por aquello de los cristales y el sol a determinadas horas. En verano los vaciaban pero ponían un cartelito manuscrito donde rezaba: "El género dentro, por el calor".

Todo eso ha desaparecido -¡o tempora, o mores!-. Ahora el cartelito tendrían que colocarlo en todo tiempo en ¡tantos despachos inútiles...! No pretendo dar ideas, pero imagínese si en el circo catalán echaran el cierre con todo el género dentro y tiraran la llave. Usted dirá, con razón, que con eso de los guachap y todas las pijaditas electrónicas no serviría de nada. Bueno, depende, ya se sabe que aparte de estas modernidades estos sujetos y sujetas sin sus asesores, correveidiles y lleva cosas no son absolutamente nada. Bien, pues ellos también dentro porque el calor de las masas obreras y campesinas cada día que pasa suben su temperatura y el termómetro, sin exagerar, ya alcanza los grados que tuvieron cuando todo se lió para ir a peor.

Ya digo, no doy ideas, solo sugiero si por un casual no debieran volver los letreritos con "El género dentro, por el calor".

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