josé Blas Fernández

El compañero invisible

No es un juego, es una situación verdadera la que diariamente viven quienes por razón de la jubilación u otra excedencia no acuden ya más al trabajo, pues su vida laboral ha terminado. Esto ocurre a todos los humanos que durante años han tenido un centro de trabajo, una función, una misión responsable, un horario que cumplir y unas relaciones humanas fluidas y aparentemente verdaderas con quienes a diario les soportan y soportamos en lo que todos llamamos la vida laboral. El otro día, un amigo reflexionando sobre su jubilación, me contaba algo que si bien atisbaba mientras que estaba en el pleno goce de sus funciones, se hace realidad cuando lo que se llama júbilo o jubilación te aparta de la misión diaria que estás realizando.

Mi amigo me decía que había trabajado más de 42 años como funcionario de carrera en una determinada administración, situación igual que se da en aquellos trabajadores o trabajadoras que lo hacen para una empresa, ya sea privada o pública. Pues bien, mi amigo que había llegado a ocupar un puesto de gran responsabilidad y que como tal había dejado impregnado su estilo y su quehacer en el resto de sus compañeros, le llegó como a todo mortal, la hora de la jubilación; hora en la que todos sin excepción, jóvenes y menos jóvenes, jefes y menos jefes y todo lo que rodeaba aquella administración se congratulaban de su marcha porque iba a disfrutar de lo que era el fruto de un trabajo intenso y, por tanto, le alababan el que se marchase porque ya pasaba a estar en mejores condiciones de las que en ese momento tenía, es decir, dejaba por fin la oficina y el trabajo y con cuánta alegría lo iban a ver pasear, acudiendo a estrenos de películas, levantándose cuando quisiese, paseando a su nietos, compartiendo tertulias y, por supuesto, podía volver por aquel trabajo cuando quisiera y se le antojara, ya que su experiencia y sus conocimientos eran tan modélicos que el pasarse por aquella oficina una vez a la semana cuanto menos, era tan saludable para todos que iba a ser la envidia de sus viejos compañeros. Tanto es así, que llegó el día de su salida, es decir, el día grande, ese día de un gran homenaje, ramos de flores, palabras del jefe superior que lo despedía, reloj de oro, placa de recuerdos de compañeros y un sinfín de parabienes que le hicieron no sólo llorar, sino añorar su salida de aquél lugar en el que tantos recuerdos dejaba y donde tantas alegrías y tristezas había compartido con tantísima gente que a lo largo de los 42 años los tuvo cerca, tan cerca que conocía la vida y milagros de todos, las medicinas que tomaban, las enfermedades que padecían y las veces que algunos le pidieron prestado algún que otro anticipo porque no podían llegar a final de mes. Es decir, toda una historia de la vida de una persona que dejaba en aquél lugar tantos recuerdos imborrables y gran parte de su propia vida.

Mi amigo se creyó que cuando volviese a la oficina los que le homenajearon y le ensalzaron en aquella despedida lo iban a recibir igual, pero no, qué error tuvo mi amigo. Cuando al mes volvió, ya aquella oficina la había cubierto otro en su lugar, habían cambiado hasta las mesas de sitio y cuando se acercó a saludar a sus 'amigos' la frialdad y la lejanía ya eran cómplices de la situación. Le preguntaron cómo estaba, qué bien lo encontraban y qué cara de relax tenía, pero nada más; mi amigo empezó a estorbar en aquella oficina y pensó que otro día con más tranquilidad iría y seguro que tendría mejor recibimiento. Y así lo hizo, volvió al mes siguiente y el pobre quedó totalmente deprimido; le hicieron pasar por una puerta de público por la que nunca pasó cuando trabajaba, le introdujeron en el escáner la bolsa con sus documentos, pues claro, podía llevar una bomba. Los ordenanzas de la administración ni lo miraron y punto final… al entrar en su oficina, en su departamento, en aquel que estuvo 42 años, había nuevos funcionarios que ni lo conocían, es decir, que no sabían quién era y además oyó decir estas palabras entrecortadas de los que sí le conocieron, sí convivieron con él, pasaron calamidades juntos y momentos de sinsabores: "Ya está aquí Juan, ¿qué querrá ahora?". "¿Y el pesado este por qué viene? ¿No está jubilado?". "Y este tío, ¿no se puede dedicar a pasearse con los nietos y no que viene aquí a contarnos batallitas?". "No está antiguo Juan". "No le hagas caso, ya está jubilado"...

Cosas como estas y muchas más oyó mi amigo Juan, entre susurros, por lo que al resumir su vida, en ese momento triste, dijo: "He pasado 42 años entre personas que creí que me querían, que creí que me apreciaban y que creí que me estimaban; pero al pasar a mi jubilación y querer volver y ver cómo se estaba en aquel trabajo que tanto me dio, me he encontrado que hoy ya soy el compañero invisible. Es decir, me he convertido en la sombra de lo que una persona ha sido y cómo por el transcurso del tiempo la vida hoy me ha situado".

Esto que no es un cuento, es el pago que nos hace la sociedad actual que hemos creado, en la que solo eres un número y en la que los que tú crees que te quieren y te aprecian se olvidan fácilmente de ti, salvo excepciones -como en todo-. Y tienes que volver a tus orígenes para comprender que quienes te quieren no son ellos, sino tu familia o tus amigos de infancia, que crecieron junto a ti y se hicieron personas con valores. Por eso, entre Juan y yo hay diferencia, yo aún no estoy jubilado y Juan no sólo lo está, sino desgraciadamente es invisible para todos los que durante 42 años convivieron, aprendieron y lo dejaron marcharse.

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