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Su propio afán

enrique / garcía-máiquez

Garissa

CADA vez que alguien lamenta lo poco que Occidente lamenta los asesinatos en la Universidad de Garissa, me desazono. Quisiera explicarme bien, porque voy a hablar de matices en un tema muy gordo. Entiendo la amarga protesta y me duele el agravio comparativo que las víctimas cristianas del islamismo, sobre todo si son africanas, sufren con respecto a las de Charlie Hebdo, por ejemplo.

Sin embargo, andar tan prioritariamente preocupados por si la protesta es viral o no en internet o por si nos manifestamos o no en las calles ¿no es de un eurocentrismo impúdico? De movilizarnos, encima, lo haríamos, me temo, de una manera superficial, como en el caso de la matanza de París, sin atrevernos a ir más allá de unos eslóganes de condena de consenso. Exigir, con buena intención, desde luego, esas manifestaciones resulta, por tanto, un tanto infantil. Son muy justas, sí, y deberían ser espontáneas, claro, pero ¿qué arreglarían? Su exigencia explícita viene a ser un reconocimiento implícito, además, de que nuestra percepción de la realidad ha devenido mediática. Si un acontecimiento tiene eco, ya nos vale. Si no lo tiene, nos enfurruñamos: no hemos recibido nuestra dosis 2.0 de calmante de conciencia. Un calmante hecho, paradójicamente, de indignación.

En realidad, todo lo que no sea empezar homenajeando a fondo, sin debates meta-mediáticos, a los 148 mártires es perder el tiempo. Murieron por ser cristianos y confesando su fe, sin esconderla. Hay un timbre de gloria objetivo en su martirio, que no depende de que lo reconozcamos o no, y eso es lo único que hay que reconocer, a la par que reaccionar a su brutal asesinato. A partir de ahí, si uno lo pondera con seriedad y deja que el hecho influya en su vida ¿qué mayor impacto querríamos? Pedimos una protesta a bulto, extendida a lo ancho, contabilizada en tuits o en número de manifestantes o en declaraciones oficiales, es lo mismo; y olvidamos que lo que importa es el compromiso personal, intransferible, interior, intenso, transformador.

Sólo así puede encararse con seriedad el reto del yihadismo, que asola medio mundo. No deberíamos conformarnos con frases hechas, por respeto a cada víctima y por la cuenta que nos trae. Una vez restablecido el principio de jerarquía y el orden lógico de las ideas, sí cabría preguntarnos, por fin, qué enfermedad tiene nuestra sociedad, que es ciega, sorda y muda; y qué hacer para sanarla.

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