De todo un poco

enrique / garcía-máiquez

Saludos

EN la ciudad se reconoce a los de pueblo por los ojos desorbitados. Vamos tratando de que no se nos pase ningún (hipotético) conocido al que saludar. Lo normal allí es no conocer a nadie, pero años de práctica constante han hecho que interioricemos el saludo a diestro y a siniestro, a toda costa. En la costa y en verano, la cuestión se exacerba.

En los saludos alcanza el paroxismo lo que Manuel Domecq Zurita, en el libro Las lágrimas del vino de Carmen Oteo, califica como "el lenguaje jeroglífico de las relaciones sociales". Por resolver algo el jeroglífico en estos días de tanto roce, y por analizar "el narcisismo de las pequeñas diferencias" que Stendhal detectaba en las relaciones, hagamos una aproximación.

El asunto excede, por supuesto, los límites de un artículo. Para empezar, aquí nos conocemos más o menos -como mínimo de vista- todos, veraneantes incluidos, lo que complica las cosas una barbaridad. Luego, concurren factores externos, como miopías, prisas y hasta despistes auténticos. Después, hay mil matices más: la iniciativa, la intensidad, la distancia, el tiempo dedicado, etcétera. Con todo, lo elemental es si hay saludo o no lo hay.

En caso de que no, caben tres variantes básicas, cada cual con su respuesta psicológica adjunta. La persona que no saluda es socialmente superior, y entonces sentimos que desdeña y que, si nos dejamos, ofende. O es menos clásica, digamos, y, si no saluda, suponemos que le falta educación, nada más. En el primer caso, qué curioso, atribuimos al no saludador un serio defecto moral, el orgullo; y en el segundo, una simple carencia pedagógica o, si acaso, timidez. Claro que como los rangos, desde la Revolución Francesa, no están nada claros, encontramos grandes zonas de penumbra. Uno puede no saludar creyéndose él el súmmum de la elegancia, pero provocar una conmiseración general por su pésima crianza. O incluso irrisión por sus ínfulas infundadas.

Queda el tercer supuesto: cuando la falta de saludo no puede achacarse ni a una supuesta superioridad ni a una falta de soltura social. Esto es, cuando quien no saluda es un igual, como se dice con gracia en las novelas de Jane Austen. Entonces nos volvemos sobre nuestra conciencia, preguntándonos: "¿Qué le habré hecho?" O peor: "¿Qué me habrá hecho?"

A usted todos estos jeroglíficos pueden parecerle apenas pasatiempos. Hace bien: no le dé más vueltas, salude siempre. Y se acabó.

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