Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

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José M.Sevilla Fernández

Vivencias del calendario

AYER fue mi cumpleaños, fasto entre dos fechas nefastas. Una de ellas el décimo aniversario del día en que radicalmente cambió la conciencia de estar en el mundo y dio comienzo una crisis excepcional: la de un orden de civilización que acaba sin que todavía otro haya comenzado. Igual que vivimos angustiados nuestra particular existencia cuando abandonamos antiguas creencias y aún no tenemos otras nuevas a las que aferrarnos. Creencias no siempre basadas en ideas racionales, ni en lo verosímil o en la certeza, sino en la superstición, la apariencia y el fingimiento de la verdad. Así la irracional predisposición a la desgracia ante el ominoso Martes 13 con la que se convive en gran parte de la ilustrada y tecno-racionalista Europa. Día dedicado al dios romano de la guerra; cuando, paradójicamente, esos mismos romanos consideraron de buen augurio los idus: días decimoterceros en ocho meses del año. Número que, sin embargo, por su historial esotérico incita a la triscaidecafobia. Aunque, durante el último decenio, por mano del terror, a las cifras aciagas se añade el 11.

¡Ni once ni trece! No hay miedo que paralice la libertad (de elegir, de decidir, de ser); ni superstición que no ceda ante la inteligencia. Dicho con gracia en La venganza de Don Mendo: "¡Y hoy martes, gran Dios!... ¡Martes y trece!... / ¿Por qué el terror invade el alma mía? / ¿Por qué me inspira un miedo extraordinario / esa cifra, ¡ay de mí!, del calendario? / ¡Ah, no, cifra fatal!... No humillaréis / el valor de don Mendo; no podréis; / todos iguales para mí seréis... / ¡Trece, catorce, quince y diez y seis!..."

Dije antes que ayer cumplí años. Cuando uno ha sobrepasado la plateada línea del medio siglo de edad se advierte y asume que, al igual que los cuerpos físicos en el espacio, también el tiempo corre más deprisa cuesta abajo. En Diario de un hombre de cincuenta años, Henry James cuenta que cada hombre sólo trata de perfeccionar su vida para evitarse la visión final de haber errado con ella. Pero la perfección es anhelo -como dice Hermann Hesse- bajo el ondear de las banderas de los optimistas, el superlativismo de la voluntad estival. Y, sin embargo, aunque más viejos, antes de entrar en el invierno "todavía aguardamos la maduración de las uvas, la caída de las castañas, y aún esperamos gozar de la próxima luna llena". Vivencias de lo inefable y pleno que una puesta de sol dona a la retina, como "se llena de Bach un oído" o se colma de caricia el tacto. Releo el sereno Elogio de la vejez, y me satisface constatar que: "Sólo al envejecer se ve la rareza de lo bello y el singular milagro que se da realmente cuando entre las fábricas y los cañones brotan las flores, y entre los periódicos y los boletines de bolsa todavía siguen alentado las poesías". Contemplo ese milagro de estar vivo, sin encadenamiento al miedo de ayer ni a la superstición mañana.

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