Se ha dicho una y mil veces: “no hay peor país en el mundo para ser pobre que Estados Unidos”. Los pobres hablan solos en el metro, en la calle, en los parques. Es un combate con las sombras. Hablan una lengua ininteligible. Me contaron que la familia americana, desagregada desde siempre, cuando uno de los suyos se convierte en homeless (sin casa) lo amortiza, haciéndolo desaparecer de sus vidas. Lo más duro lo tienen los veteranos del ejército. Después de haber librado batallas aquí allá por el imperio, traumatizados por la violencia de la guerra, pueden acabar en la calle, viviendo entre cartones. En las ciudades norteamericanas constituye una parte importante del paisaje las legiones de pobres. Son nadie, precisamente porque el Estado les reconoce el derecho a estar acampados en la calle. Tienen derecho a ser nadie.
Incluso en la India la pobreza, tal como la he visto en Benarés, puede tapar sus harapos con la mística. Se la ve discurrir en la Vida de Aparajito, la trilogía cinematográfica del genial Satyajit Ray. Ser pobre te vuelve sencillo. El pobre puede ser una encarnación de la espiritualidad aún en su crudeza. Los clochards de París incluso pueden parecer filósofos errantes agrupados en su soledad bajo los puentes o en el metro. Entre nosotros puede encontrarse alguno que pase sus lentas horas leyendo novelas del oeste o tebeos antiguos. Me llamó la atención hace años uno que acostado en su camastro se reía a carcajadas con Mortadelos. Me sentí hermanado, porque yo también soy fan de Ibáñez. Incluso pueden escandalizar a nuestras conciencias. En definitiva, para un europeo el pobre no ha perdido su dignidad, por lo que su presencia es una afrenta al mundo, que lo mira desde las vitrinas del confort. La pobreza todavía nos escandaliza.
En Estados Unidos, no. Durante los años sesenta y setenta los primeros católicos que llegaron al poder, los Kennedy, pusieron en su “agenda” la pobreza en América del Norte. La pregunta fue sencilla: ¿cómo era posible que el país más rico tuviese la tasa de pobreza más alta del mundo? Había que subsanar con programas sociales aquella falla, que cuestionaba al sistema capitalista y su eficiencia. Enviaron a sus científicos sociales a estudiar la pobreza fuera. Oscar Lewis lo hizo en México y Puerto Rico, y llegó a la conclusión de que existía el círculo infernal de la pobreza. Era la historia de la familia mexicana Sánchez, que no podía salir de la miseria porque carecían de ambición. Se contentaban con lo poco, con el vivir a diario, con el sol que todo lo calienta, dignos hijos de Diógenes el Cínico. En México creó un escándalo, que acabó en los tribunales, puesto que esto significaba que la revolución mexicana había fracasado en su afán igualitario. En La Habana, Miguel Barnet, antropólogo y literato de renombre, me señaló que había trabajado con Lewis, y que era un imperialista, que negaba a los pobres la posibilidad de construirse un futuro.
Hoy, una parte entera, y en crecimiento de los Estados Unidos está en caída libre hacia la pobreza, pero el debate social sobre esta, a diferencia del habido en los años sesenta y setenta no existe. La indiferencia es total. La Charity, que es el sistema privado que busca filantrópicamente acabar con esta gangrena social, no da más de sí. Se enfrenta a la clochardización de una parte de la población, que se ha hundido inevitablemente en las tinieblas de la indignidad. El pobre pasa a ser un clochard, cuando pierde la autoestima. Leí en un literato francés metido a bohemio, que él nunca fue un clochard porque siempre tuvo una buhardilla. En América todo eso son palabras vanas. La predestinación parece haber enviado a las tinieblas de la inhumanidad a una parte que su población. Es más, algún partidario de Trump tuvo la idea delirante de hacer desaparecer a los homeless con una inyección letal, para ir limpiando las ciudades de basura.
La diferencia entre ellos y nosotros es total: en Europa la pobreza todavía es un escándalo. Mucha diferencia para desear que desaparezcamos como civilización. En la medida que nos ocupamos de nuestros pobres incorporándonos a la vida ordinaria, les ganamos la batalla moral a Trump y los suyos.