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Hace ahora ochenta años, en agosto de 1944, dos meses y medio después de desembarcar en las playas de Normandía, las tropas aliadas liberaron París, una ciudad que no tenía entonces relevancia estratégica –decidida la contienda, el objetivo era entrar en Berlín antes que los soviéticos– pero seguía importando en el orden simbólico, sobre todo para las Fuerzas de la Francia Libre y las del Interior, que gracias a la hábil propaganda desplegada por De Gaulle alimentaron el mito de la Resistencia. Algo más de cuatro años atrás, en junio de 1940, la Wehrmacht había ocupado una ciudad casi desierta, abandonada por sus gobernantes y en un primer momento por la población, que en su huida masiva colapsó las carreteras del país rendido y humillado, descrito por Irène Némirovsky en la inolvidable primera parte de Suite francesa. Tras la défaite, una parte de Francia se incorporó al Reich y la otra, supuestamente gobernada desde Vichy por el Estado títere de Pétain, venerado mariscal convertido en vasallo, se sometió igualmente a los designios de Hitler. Hicieron falta décadas para que la política colaboracionista de las autoridades bajo la Ocupación –y la criminal complicidad con los nazis– revelaran su verdadera magnitud, durante los silenciados años negros que aún avergüenzan a los franceses.
No es que no hubiera héroes y mártires entre los résistants, más numerosos a medida que iban cambiando las tornas, pero la memoria interesada ocultó el alto porcentaje de bestias que habían apoyado a los ocupantes y participado de forma activa en las deportaciones o las acciones represivas, velando también la contribución de la industria nacional al esfuerzo de guerra, el enriquecimiento de los comerciantes gracias al expolio y el mercado negro o el hecho de que buena parte de los parisinos –sin dejar de disfrutar de la animada vida en la retaguardia, como ha mostrado Alan Reading en Y siguió la fiesta– exhibieran una indiferencia que asombró a los propios alemanes. Los aliados lo sabían y por eso sus dirigentes, en Washington y Londres, se irritaban ante las continuas apelaciones de De Gaulle al honor de Francia. Para evitar una tutela militar del tipo de la que se impondría en la Alemania derrotada, el futuro presidente del Gobierno provisional consiguió alterar los planes del mando estadounidense, decidido a cruzar cuanto antes la frontera del Rin. La insurrección de la Resistencia precipitó el desenlace y fue así como el general Leclerc, desoyendo las órdenes de sus superiores, puso rumbo a París al frente de la Segunda División Blindada, cediendo a los bravos integrantes de la novena compañía –la mítica Nueve, mayoritariamente integrada por veteranos españoles del Ejército Popular de la República– el privilegio de ser los primeros en entrar en la ciudad la noche del 24 de agosto.
Ebro, Guadalajara, Madrid, Jarama, Brunete, Guernica, Belchite, Teruel… Las leyendas inscritas en los carros y semiorugas no dejan lugar a dudas sobre la identidad de los integrantes de la compañía, que incluía a extranjeros de otras nacionalidades, y tanto en los vehículos como entre la multitud que los recibiría enfervorizada –nunca faltan los vítores en la hora de la victoria– ondeaba también la tricolor española. Aunque algunos de sus miembros serían condecorados por el propio De Gaulle, hubo que esperar hasta comienzos de los años ochenta para que las autoridades francesas empezaran a valorar el protagonismo de nuestros compatriotas de la Nueve en la liberación de París, cuando la nación no reconocía aún su responsabilidad –lo hizo el presidente Chirac a mediados de los noventa– en la persecución de judíos e indeseables y la logística de la Shoah. Todo lo que estorbara el relato de la reconquista como una iniciativa de los propios franceses –“somos rojos españoles”, le contestó un gallego a la joven que le decía que era el primer soldado francés al que besaba– quedaba fuera del discurso oficial y el episodio, si bien conocido por los historiadores especializados, apenas se mencionaba en los manuales.
Desde comienzos del nuevo milenio, sin embargo, se han sucedido los homenajes y este mismo año ha vuelto a honrar su memoria la alcaldesa de París, hija de españoles, que ya creó un Jardin des Combattants de la Nueve junto al Ayuntamiento al que llegaron los “héros de la Libération” –como los llama la placa conmemorativa– antes de la rendición de la plaza. Investigadores como la periodista Evelyn Mesquida, desde la reivindicación entusiasta, o el historiador Diego Gaspar Celaya, más matizada y críticamente, tratando de puntualizar la lectura hagiográfica que ha sucedido al largo tiempo de olvido, han contribuido a que se conozcan mejor las vidas, las peripecias y las motivaciones de una “banda de cosacos” que se distinguió por su coraje. Muchos de ellos confiaban en que a la liberación de París le sucedería la de Madrid, una vez abolida la Europa del Nuevo Orden. Cuando se hizo evidente que las potencias vencedoras se desentendían de la suerte de España, supieron que tampoco a este lado de los Pirineos iba a celebrarlos nadie.
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