
La tribuna
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La sentencia del TC que avala la constitucionalidad de la ley de amnistía me ha creado un problema político de conciencia. Por un lado, estoy convencido de que esa ley fue promovida para que los siete diputados de Juntos por Cataluña votasen a favor de investir presidente a Sánchez. Desde esa convicción, me parece un caso de ceguera voluntaria que seis de los diez miembros del TC hayan optado por obviar ese aspecto crucial de la motivación de la ley, recogiendo solo la idea de que se perseguía normalizar Cataluña y aliviar las tensiones que se generarían con las sucesivas condenas a los protagonistas de la sedición. Y esa impresión se refuerza en mi fuero interno al recordar que los propios gobernantes socialistas, tanto Sánchez como María Jesús Montero, habían proclamado durante el proceso electoral que no habría amnistía porque no cabía en un nuestro marco jurídico. El propio Salvador Illa, que ahora insta al Tribunal Supremo a amnistiar la malversación cometida por Puigdemont, declaraba en aquellas fechas que no habría amnistía, “ni nada por el estilo.”
Siendo todo eso así no es menos cierto que la sentencia favorable a la amnistía proviene del TC. De ahí mi problema de conciencia. Admitir que los seis magistrados favorables a la amnistía han prevaricado se parecería mucho a admitir que no vivo en un sistema democrático. Si quiero mantener mi fe en la democracia, una opción que adopté ya en tiempos del franquismo, no me queda otra que aceptar la vigencia del TC. Como camisa vieja de la democracia, en cuya defensa me dejé algunos pelos en la gatera del TOP, me veo abocado a resignarme con la sentencia del Constitucional. Máxime cuando los seis de la fortuna han aportado dos argumentos bastante convincentes: que había una situación excepcional en Cataluña y que el Congreso dispone de la capacidad de legislar sobre todo aquello que, explícita o implícitamente, no esté prohibido por la Constitución. Del primer hecho se deduce que la ley de amnistía constituye una excepción y que declararla constitucional no equivale a defender que puedan aprobarse amnistías sin ton ni son. Hasta ahí de acuerdo. Es más bien en el segundo punto, la capacidad legislativa del Congreso, donde aflora en toda su crudeza mi problema de conciencia. Indiscutiblemente, el principio democrático me obliga a atribuirle al Congreso una amplia capacidad legislativa; sin embargo, sigue pareciéndome inmoral aprobar una ley para capturar unos votos. ¿Había alguna forma de conciliar ambas afirmaciones? He obtenido una respuesta favorable al recordar una conversación a la que asistí entre Gregorio Peces-Barba, a la sazón rector de la Carlos III, y otros rectores. Decía don Gregorio que la Constitución significaría lo que la mayoría política de cada momento quisiera que significase. Ante esa estremecedora tesis, por lo demás bastante realista, un rector le replicó que eso sería cierto siempre que se tratase una mayoría política suficientemente amplia. Y, en efecto, he llegado a la conclusión de que ahí reside el fundamento de mi justificado rechazo a la ley de amnistía. Es cierto que la aprobó el Congreso de los diputados, pero también es cierto que lo hizo por una ajustada mayoría absoluta. Y esa situación se ha repetido en el caso del TC: seis votos a favor; cuatro, en contra. Cabe ahora recordar que el reglamento del Congreso y la propia Constitución prevén la necesidad de alcanzar mayorías reforzadas para aprobar algunas normas de transcendencia. Tal sería el caso de la modificación de muchos puntos de la Constitución. Y ese fue uno de los muchos errores de los separatistas que proclamaron la independencia de Cataluña: tenían mayoría en el Parlamento Catalán para aprobar leyes ordinarias, pero no la suficiente para reformar el Estatuto de Cataluña. Y, sin embargo, obviaron esa insuficiencia en aras de su dogmática voluntad política. Pues algo parecido estimo que ha ocurrido con la ley de amnistía: los diputados partidarios gozaban de mayoría absoluta, pero carecían de la mayoría reforzada aconsejable para una ley que, como reconoce el Constitucional, era absolutamente excepcional. Si dos tercios de la Cámara se hubiesen pronunciado a favor, nada que objetar. Si ocho de los diez votantes del TC la hubiesen respaldado, nada que objetar. Como eso no ha ocurrido, sigo sintiéndome legitimado para rechazar la amnistía, sin por ello concluir que no vivo en una democracia. Aunque acaso esté empezando a deslizarse por la senda que conduce al populismo autoritario, es decir a la dictadura de las mayorías no reforzadas.
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