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Aunque el antropólogo René Girard no nombra la Fiesta, basta leerlo para darte cuenta de que los toros cumplen todos los requisitos de un rito sacrificial pagano. Las envidias miméticas, las rivalidades sociales, las tensiones latentes se concentran sobre el toro, que, con su sacrificio, purifica al público. Éste, agradecido, eleva al animal a tótem. De ahí que corone nuestras carreteras y nuestras rojigualdas oficiosas.
El redondel de la plaza, la soledad metafísica del torero, el oro y la plata, el éxtasis del público, la veneración al toro… todo lo confirma. Si en vez de ser un fenómeno hispánico, fuese el ritual de una tribu africana, qué cuidado gastaría la ONU y todos los modernos en su meticulosa preservación.
Anteayer, en la corrida de El Puerto de Santa María, con Morante, Roca Rey y Daniel Crespo en estado de gracia, volví a sentir ese venero milenario en dos o tres detalles en los que no había caído hasta ahora.
El primero: el sol y la sombra. Al principio de la corrida hay una división clarísima de clases que haría las delicias de un marxista. La sombra señorial y el sol proletario. Sin embargo, enseguida va cayendo el sol y la sombra se extiende como una capa cósmica. A la altura del tercer toro, ya estamos todos igualados y ennoblecidos. El elemento unificador del rito, superador de diferencias sociales, va cumpliéndose.
Siguiendo el impulso secreto que sostiene la tarde, los toreros saben que el lugar magnético para la lidia es el centro de la plaza, allí donde todos los tendidos se igualan en la distancia exacta de los innumerables radios. El aura de lo sacro es superior en el eje de la vibrante plaza inmóvil. Que el lento natural sea en redondo también conlleva un ofrecimiento de lo que sucede a la totalidad del público unánime en un solo pase profundísimo. La vuelta al ruedo y el aplauso unísono culminan el rito.
Quienes hayan leído a Girard se escamarán: ¡el sacrificio pagano no era tan operativo! Sí y no. Tenía una eficacia clara, pero no definitiva, lo que forzaba a repetirlos una y otra vez. Esto también está en los toros, en las sucesivas temporadas, y se refleja de manera magistral en la terna de toreros. Cuando, además, entre ellos, surgen las muy clásicas rivalidades taurinas, hoy revividas entre Roca Rey y Morante de la Puebla, ya está todo presente. La pervivencia mágica del rito sacrificial, por el lado del éxtasis, y el recordatorio de que no es bastante para la reconciliación total, por el lado del pique. Una imperfección perfecta.
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