de poco un todo

Enrique / García-Máiquez

Hay que quererse más

MÁS extraños que los nacionalistas (pueblerinos, al fin y al cabo, existieron siempre) son aquellos compatriotas nuestros que les rien las gracietas y los jalean. Si uno los observa, en la actitud de estos últimos hay un regodeo en la disolución que parece hincar sus raíces en su personalidad. Por supuesto, criticar al propio país es un sano ejercicio. Dante, poeta nacional de Italia, la cubre de oprobios. Empieza con su Florencia del alma, pero sigue y no para: "Oh genoveses, gente depravada" o "Ay, Pisa, vituperio de las gentes / del bello suelo donde el sí se entona". Pero son críticas que le nacen del amor, del amor desmedido, jamás del asco y el desprecio. Las críticas autodestructivas y nihilistas de hoy llevan la marca de la falta de aprecio. Y esa es una pista que conviene seguir para entender la sociedad en la que vivimos. El componente autodestructivo de las drogas se sabe. A los estupefacientes el poeta chileno Ibáñez Langlois los llama estupidofacientes, lo que como juego de palabras y advertencia para incautos está muy bien. A estas alturas, con la información que tenemos todos, hay que preguntarse por qué se siguen estúpido-faciendo tantos, y una de las respuestas más lógicas puede ser que no se aguantan, que no pueden ni verse. Menos evidente resulta en otras manifestaciones, pero también se adivina el disgusto con uno mismo y cierta tendencia a castigarse en los tatuajes extensivos, que quisieran tapar la piel, en los penetrantes pearcings, en las modas matadoras, en el rebuscado desaliño, en lo gore o en la fascinación por zombies y otros monstruos. Del ecologismo radical asusta, mucho más que sus mensajes apocalípticos, su odio al hombre, al que tacha de plaga. Esa pulsión anti humanista está muy clara en su discurso y no digamos ya en sus lapsus mentales y en sus tics. En un escritor tan vigoroso como Guido Ceronetti resulta estremecedoramente evidente, pero el pelo de la dehesa nihilista se le ve a casi todos los verdes. De hecho, es la línea roja que diferencia a los conservacionistas, que aman sobre todo a la naturaleza, de los ecologistas furibundos, que parecen odiar, más que nada, al ser humano, entre los que ellos se cuentan. Pero lo más peculiar de nuestro tiempo es que tal déficit de amor propio cohabita con tanto egoísmo. La descompensación crea un vacío interior capaz de succionar cualquier ideología de relleno, desde el nacionalismo efervescente hasta la vigorexia especular. Sólo cuando la vanidad es menor que la conciencia de la dignidad personal, ésta rebosa y cae sobre los demás, haciendo más fácil y más feliz la convivencia. Hay que quererse más.

Un remedio de urgencia: en vez de mirarnos tanto el ombligo, tan poco seductor en la mayoría de los casos, tan bobo y aburrido siempre, miremos más a quienes sorprendentemente nos quieren. En nuestro reflejo en sus ojos es donde tenemos que vernos.

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