Odio eterno al fútbol moderno

19 de septiembre 2024 - 03:04

Me pilló la juventud en Madrid, años 70. Jugábamos al fútbol en los jardines del barrio y, si acaso, en la Pradera de San Isidro o en la Casa de Campo, para lo que era menester levantarse muy temprano al objeto de coger campo. Los abrigos o las bolsas de deporte hacían de postes, lo que inevitablemente llevaba a discusiones si el disparo había sido fuera o era alta. En 1973 la Federación Madrileña de Fútbol hizo la campaña Mil Nuevos Juveniles, y en el equipo del barrio decidimos apuntarnos con el insulso nombre de UD73. Allí no había patrocinadores, no existían los grupos de whatsapp y nuestros padres no nos llevaban a ningún lado. Nos levantábamos muy temprano para coger, casi siempre, dos autobuses o metro y autobús para jugar en los barrios de la periferia de Madrid: Colonia Marconi, Peña Grande, Cuatro Vientos, Puerta Bonita, Moscardó, Carabanchel. Las convocatorias se hacían días antes y si alguno se retrasaba era necesario ir a su casa a tocar al telefonillo. Las camisetas eran de esas de algodón que se desteñían al primer lavado; los balones, de cuero basto que se empapaban en cuanto caían tres gotas; los campos, de arena que desollaban las rodillas a la primera caída. Siempre había uno más jugón (Michel), uno más peleón (Mendoza), un gambeteador (Javi) y el resto cumplíamos como podíamos para no hacer el ridículo. Nosotros jugábamos de local en el campo del colegio San Viator, entre Usera y Carabanchel Bajo. En muchos de esos campos no había ni vestuario, en otros el agua salía helada, en alguno la afición contraria estaba junto a la línea de banda en actitud amenazante, pero para nosotros era una aventura cada semana. Lo que ha cambiado la vida en 50 años, de aquel Madrid en blanco y negro donde todo le costaba mucho sacrificio a los papás del momento. Ahora los equipos de infantiles y juveniles van perfectamente uniformados, con sus botas magníficas, sus espinilleras, sus calientapiernas, con equipaciones de grandes marcas financiadas por algún comercio o club. A los chavales los llevan sus padres, juegan en campos de césped sintético con duchas de agua caliente y balones de las marcas con las que se compite en LaLiga o la Champions. Incluso entrenan para poder jugar los sábados por la mañana y se pelan con ese degradado como los futbolistas profesionales a quienes imitan en su forma de vestir y en su manera de celebrar los goles. Los entrenadores enseñan a los niños a engañar a los árbitros, a perder tiempo, a simular lesiones y otras artimañas. Los papás se ponen detrás del banquillo para decirle al pobre entrenador dónde tiene que jugar su hijo o para gritarle de todo al árbitro que no ha pitado un penalti. Debe ser que me he hecho viejo.

stats