Cuando en 1992, Fukuyama, en su archiconocida obra El fin de la Historia y el último hombre, lanzó la tesis del triunfo definitivo de la democracia liberal, con el correlato del cese de todas las guerras, pecó de optimismo desbordado. No tuvo en cuenta el gigantesco amanecer de una poderosa China. Tampoco que Rusia, entonces derrotada y descabezada, aún conservaba una formidable capacidad de resiliencia. Se equivocó y condujo al error a los líderes occidentales, entusiasmados con una teoría que les entregaba las llaves del mundo.

Al hilo de esa supuesta victoria, y con el viento a favor de la aparición de internet y del desarrollo de las comunicaciones, el mundo abrazó el fenómeno de la globalización, de las deslocalizaciones, del derribo de bloques y fronteras. Todo pareció ir bien durante años. Pero primero la crisis de 2008, más tarde la pandemia y al fin la invasión de Ucrania, mostraron los descosidos de una idea errada: no es sensato depender en exceso de países que acaparan recursos imprescindibles; no podemos fiar nuestra prosperidad a un abastecimiento que colapsa con facilidad; es de locos que nuestro suministro de energía provenga de naciones inamistosas; resulta infantil, al cabo, encomendarse a una hipotética y utópica lealtad universal.

A día de hoy, surgen voces autorizadas que claman por una vuelta al pasado. Es el fin, dicen, de una globalización que nos vendieron como la madre de todos los progresos, pero que ha demostrado tener los pies de barro. Fronteras y bloques de nuevo mandan en la economía. Conceptos como autoabastecimiento, independencia energética o reindustrialización se manejan ya como las únicas esperanzas de un futuro en el que se alterarán todos los esquemas.

Nos hallamos en una encrucijada crítica. Frente a los hiperliderazgos de China y Estados Unidos y la agresividad de Rusia, Europa, la dependiente Europa, comienza a tomar conciencia de sí misma. Es ella la que debe iniciar, por razones de seguridad, el camino del decoupling, del desacoplamiento, al menos en lo que se refiere a bienes estratégicos. La globalización, tal y como la conocemos, no sirve. Genera más conflictos que soluciones. Se presagia en un horizonte probable la reglobalización, una transformación cara y lenta que exigirá, además, grandes sacrificios. ¿Está Europa dispuesta a soportarlos? No lo sé. Y esa ignorancia, decepcionada y realista, alimenta el peor y más fundado de mis miedos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios