La aldaba
Qué clase de presidente o qué clase de persona
Ya hemos dado por hecho que la Navidad empieza cuando un alcalde o alcaldesa, el que sea o la que sea de la ciudad que toque, decide encender el alumbrado, llamado extraordinario pero que, por los días que permanece encendido, podemos llamar ordinario. También habrá quien, en determinados casos y dado los gastos, busque otras acepciones al adjetivo de ordinario. He oído a una mujer, a la que puse desde ese momento el calificativo de sabia, calificar todo esto: “Se trata de buscar la manera más tonta de gastar dinero”, comentó al pasar frente a uno de los ostentosos exornos callejeros.
Al pobre espíritu navideño no hacen más que estirarlo y, si alguna vez existió, ya lo han convertido en un hilo fantasma más bien. Dudo de que haya mucha gente todavía que, con este ambiente, se crea el cuento navideño de que toca vivir unas fechas de paz, amor y buenos sentimientos. A nadie le duran tanto las ganas de abrazar al prójimo, sobre todo a algunos prójimos. Se trata más bien de deslumbrar, de contagiar la mentalidad infantil (no en el mejor sentido del término) que concibe los finales de año como un mundo cálido, brillante y rebosante de regalos. También de personas de todas las edades que pasean en mejores o peores condiciones llevando gorros rojos de tela y cuernecitos de reno sobre su cabeza por razones tan difíciles de explicar como de entender.
La verdad es que estaría bien que el estiramiento hasta el infinito de la Navidad provocara también el de las tradicionales treguas entre enemigos, pero vete a decirle a Putin que se guarde los misiles y los drones desde hoy hasta el día de la Epifanía; o susurrarle a Trump al oído que a partir de que se coma el pavo de Acción de Gracias se corte un poco en sus ejecuciones sin juicio en las costas de Venezuela.
Y sin embargo, vemos a multitud de responsables políticos en estos días darle al machete de la luz al tiempo que proclaman la venida no de un mesías, sino del mismo paraíso, al tiempo que indisimuladamente animan a las multitudes arremolinadas en las plazas mayores a que consuman, compren y se intoxiquen, ordenando la alegría universal, inaugurando millones de bombillas con más orgullo y rimbombancia que si lo hubieran hecho con un teatro, por ejemplo o un centro de salud. Y la verdad es que, si sumamos año tras año, terminan costando lo mismo.
El cuento de Navidad está ya muy visto, pero pertenece al género de ‘Pretty woman’, de esas películas de final feliz que vemos una y otra vez porque necesitan y necesitamos creernos que lo que cuentan es verdad.
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