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No hay verano en que no pongamos algún palabro de moda. Lo de “cool vacations” o “coolcations” empezó a circular hace un par de años y, lejos de ser una excentricidad de instagrammers, se consolida como opción cada vez más deseada ante las temibles olas de calor y los destinos masificados. Eso sí, para quienes pueden permitírselo. La ecuación es sencilla pero nada fácil de cumplir: viajar a contracorriente; dime dónde vives y te diré dónde ir. Por ejemplo, huir de Andalucía en julio y agosto hacia destinos fresquitos nórdicos (de Noruega a Canadá) y guardarse una escapada en invierno para refugiarse en alguna isla griega, difuminarse al otro lado del Atlántico o disfrutar de un destino europeo de los que nunca fallan pero que en verano son sinónimo de colas y estocadas (en euros).
Un sueño. Una brecha más que enfrenta a ricos y pobres a la sombra del cambio climático. El real. El que explica, por ejemplo, que sea el calor abrasador lo que esté detrás de la caída de gigantescas ramas en la mítica Alameda de Sevilla o el que explica el “reventón térmico” que convirtió este domingo toda la Costa Tropical de Granada en un escenario apocalíptico de vientos huracanados.
La coolvacation comenzó como casi todo últimamente: en las redes sociales. Con usuarios obsesionados con los likes en la pantalla; más pendientes del relato, del storytelling, que de vivir. Pero el trasfondo del fenómeno que medios como Condé Nast Traveler ya etiquetaron como tendencia en 2023 es en realidad pragmático: qué necesidad hay de estresarse en vacaciones cuando ya lo hacemos todo el año.
Sevilla, Granada, Córdoba o Cádiz figuran entre los destinos instagrameables con hoteles boutique, atardeceres de postal, bares vintage y cafés de autor. Al mismo nivel que apuestas top como Japón, Islandia, Oporto o Marrakech. Su supuesto éxito, sin embargo, son ya selfis masificados y experiencias poco recomendables para quienes viajan frente a una tensión y malestar crecientes en la población local. Lo que en Andalucía todos conocemos.
Romper la espiral no es fácil y nos enfrentamos, además, al problema de siempre: no aprendemos. Lo que antes era una experiencia, cuando la disfrutaban unos pocos, cae en las trampas neocapitalistas de la globalización. Los destinos “cool” empiezan a replicar los errores del turismo masivo, volviendo las ciudades inhumanas y hasta agresivas. En cuanto se pone de moda, se acabó lo alternativo. No aguantamos a los turistas y queremos ser turistas sin turistas. Otra paradoja, me temo, nada cool y sin solución.
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