Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Sevilla, su Magna y el ‘after’
Confabulario
En las elecciones de Francia han subido la extrema izquierda antisemita y la extrema derecha xenófoba. Esto puede ser una buena noticia si al centro, en un sentido amplio, le queda margen para gobernar, sin apoyarse en los polos. En cualquier caso, la previsión “a futuro”, como dicen los expertos en bolsa, no parece muy halagüeña. De momento, parece que la Agrupación Nacional de Le Pen se ha unido a Patriotas por Europa, grupo parlamentario al que también se ha añadido Vox, y al que pertenece el Fidetz de Viktor Orban. Como su propio nombre sugiere, Patriotas por Europa no acaba de ver posible la europeización de Europa sin que los países miembros se disipen por el camino en alguna covachuela de Bruselas.
En buena medida, es la misma política/poética de nuestros nacionalistas periféricos. Ya sea la Europa de los Pueblos, la Europa Solidaria, o cualquier otra coalición bajo la que concurran, la idea es fortificar las esencias patrias, en contra del artificio administrativo del Estado o de la Unión, según el tamaño del nacionalismo. Para los nacionalismos periféricos, la defensa de la UE es una forma de debilitar al Estado (opresor, naturalmente); por iguales motivos, los integrantes de Patriotas por Europa acaso deploren un exceso de “europeísmo”. En fin, decía don Camilo José Cela que la diferencia entre el nacionalista y el patriota es que el primero cree que su país es el mejor, mientras que el segundo lo ama por encima de cualquier cosa. Es aquí donde debemos de aclarar que Cela, excelente escritor experimental, no era un pensador notable. El nacionalismo es un sentimiento de propiedad, en un aspecto muy concreto: el nacionalista cree que su país es de los suyos. Siendo los suyos, claro, los que el nacionalista identifica como verdaderos nacionales; esto es, abertzales fetén, y no los botiflers de turno. ¿Y quién decide sobre la nacionalidad de los connacionales? Naturalmente, un nacionalista. Por ejemplo, don Jordi Pujol (“usted es nacido en Cataluña, pero no catalán”, le decía a Borrell). O aquel entrañable don Xabier Arzalluz, cuando afirmaba que prefería a un negro que hablara euskera a un blanco que no lo hiciera. Lo cual no deja de ser una equitativa forma de racismo.
El asunto es que, ya sea por arriba –Patriotas– o por abajo –los perinacionalistas del continente–, la UE parece contar, cada vez menos, con una población abiertamente proeuropea. El terruño es una forma de sublimación y repliegue de indudable éxito. Ahora bien, ¿un éxito de qué o de quién? He ahí el verdadero asunto.
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