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UNO de los libros que más he recomendado es El clamor de los bosques, una novela de notable intensidad e inteligencia en la que cada historia se despliega en torno a un árbol. A la gente le gustaba, y es posible que en parte se debiera a que nosotros, los urbanitas, cada vez nos interesamos más por la naturaleza.
Más allá de la naturaleza natural, salvaje e inalcanzable, hostil incluso a nuestros más bienintencionados intentos de conservarla, los que vivimos en ciudades y no sabemos vivir sin ellas tenemos en los parques y jardines y en sus árboles una minúscula ventana a esa otra vida que nos precedió y nos sustenta y nos sobrevivirá. Leemos a Stefano Mancuso, cultivamos huertos urbanos, lloramos talas, aprendemos sobre hongos y raíces.
Hace poco el Ayuntamiento publicó su primer Inventario de Árboles Singulares de la ciudad. En el apartado que dedica a los ombús del Pabellón de Guatemala se menciona de soslayo el único árbol con el que he llegado a compartir una híbrida amistad, del que no supe ni quise saber el nombre ni la historia: el ombú del Monasterio de la Cartuja. El informe, que al fin y al cabo es sevillano, lo llama zapote, aunque para mí siempre ha sido un ombú, que suena a instrumento de viento andino o a marca de café.
El ejemplar de la Cartuja es hijo del que plantó Hernando Colón en su arboreto, porque de él proceden sus semillas. En mis largos paseos a la Facultad de Comunicación o en tardes libres, los primeros años de la carrera, a veces me apoyaba con cuidado en los rebordes de su tronco excesivo y leía o callaba. Me sentía solo, y a mi silencio respondía el árbol con el suyo. Fuimos íntimos amigos, piel y madera, dos carnes marrones unidas quién sabe por qué alquímicos vínculos. No pedía nada, como no piden nada los muertos de Whitman, convertidos en briznas de hierba sin nombre, tendiendo aún sus dedos verdes al cielo amable. Lo quise a mi manera.
He encontrado muchos otros árboles en mi vida, pero ninguno tan importante como mi ombú. Supongo que no hago más que seguir la senda hollada por tantos hombres y culturas: la higuera de Buda, el Yggdrasil de los nórdicos, las escurridizas ramas de Tántalo, el membrillo de Erice, el ahuehuete del triste Cortés en la noche de Tacuba, la “selva selvaggia” en la que Dante se pierde en la Comedia cuando tiene 35 años, casi los años que tengo yo ahora, en la mitad de la vida. Supongo que ninguna vida está completa si olvida de dónde viene o si no es capaz de ver, en el rostro sin rostro de los árboles, nuestro nombre y nuestra sangre.
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