Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
ME sería imposible imaginar mi vida sin los álbumes de Tintín. Mi madre me iba comprando sus álbumes como regalo de cumpleaños, y ahora sé que Tintín fue el mejor regalo que me hicieron nunca. Como en la vida misma, las aventuras de Tintín empezaban con una cartera abandonada en un banco, con una llamada al teléfono equivocado, con un coche que petardeaba en una calle o con un hombre con gorra que entraba en una taberna. Y después de haber leído esas historias, nadie podía ver una cartera abandonada o escuchar el ruido de un motor sin pensar que estaba a punto de vivir una nueva aventura, ya que aquel señor con barbas que cruzaba una calle podía ser un agente secreto de Syldavia, o aquella tienda llena de objetos raros podía esconder una bola del mundo en la que un corsario había escondido un tesoro. Si leías un álbum de Tintín, te quedabas atrapado para siempre. Y luego la vida podía ser tan generosa que te demostraba que se parecía a lo que habías leído en aquellos álbumes. Cuando estuve en Nepal, por ejemplo, tuve la sensación de que ya había estado allí, y sólo porque muchos años antes había visto los templos de Katmandú en Tintín en el Tíbet. Y más tarde logré que una llama me escupiera, igual que le había ocurrido al capitán Haddock en el Perú, cuando fui a fotografiar un corral de llamas en un pueblo del desierto de Atacama chileno. Años y años después, la historia continuaba. Y uno seguía atrapado en ella.
Gracias a la película de Spielberg, parece que Tintín se ha vuelto a poner de moda. Pero no sé si Spielberg ha entendido bien a Tintín. Lo que más sorprende al leer ahora sus historias es que el mundo de Tintín siempre va despacio. El lector nunca tiene la sensación de perder el resuello, sino que parece mecerse tranquilo, en un lento vaivén, como en la cubierta de un trasatlántico. Y eso es lo normal, porque ése era el ritmo que tenía la vida cuando Hergé componía sus historias, entre los años 30 y 60 del siglo pasado. Los teléfonos tardaban horas en comunicar con una ciudad de provincias, y los mensajes urgentes se mandaban por telégrafo, y uno tardaba cinco días en atravesar Europa en tren, o dos semanas en llegar a América en barco.
Por eso desconfío mucho del Tintín de Spielberg, ya que por los avances que he visto -con una espectacular tormenta marina que nunca salía en el original de Hergé-, la película parece acelerar ese ritmo parsimonioso para adaptarlo a la frenética velocidad mental de un niño acostumbrado a usar la blackberry. Y eso es un error. Si uno quiere vivir las aventuras de Tintín, tiene que dejarse llevar por su propio ritmo premioso. El verdadero secreto de Tintín es esa lentitud tranquilizadora, de la que siempre surge una sorpresa cuando menos la esperamos.
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