Encuentros en la academia

ignacio Pérez Blanquer

Sombras y lluvia tenue

Aveces me invade una sensación que quisiera describir -desgajar- y no puedo; me exige un esfuerzo inmenso. Lo sorprendente es que la tengo incrustada en mi mente desde hace muchos años, desde la infancia quizás; sus orígenes son dudosos y no los acierto a comprender. Suele suceder con ocasión de algún viaje; esta sensación se repite, la vivo de nuevo, se mezcla con extraños recuerdos de no sé dónde. Pero se trata de una impresión sumamente agradable y serena.

Surge al pasear por alguna pequeña población -siempre seductora- con algo de lluvia y a la venida de la noche; en esos instantes posteriores al encendido de las escasas farolas. Farolas que crean unas bolas de luz amarillenta y turbia a su alrededor, alargando nuestra sombra cuando de ellas nos alejamos. Suaves reflejos de su luz en los mil charcos de un suelo irregular, brillos de espejos que se mueven.

Algún viandante que se funde con su sombra, ruidos apagados de pasos en el agua. La cruz ancha y verde de la farmacia cercana lanza pálidos, breves, destellos fluorescentes.

Siempre se llega a una plaza, recoleta, íntima, con bancos de piedra como sepulturas perennes de nadie. Un edificio estrecho, el Ayuntamiento, con banderas mojadas que no ondean bajo la lluvia. Dos o tres bares que reúnen a una reducida y callada clientela. Pasa un automóvil con jóvenes dentro que interrumpen el silencio. Una mujer tapa su cuerpo con un ancho paraguas y los mira con gesto displicente. Es probable que ella dirija sus pasos a un vespertino rezo.

La iglesia, a la izquierda, de muros altos, de un antaño grandioso. Con mezcla de arquitectura de siglos, unas velas y alguna lámpara casi escondida en el altar de un santo patrón, el chirriar inevitable de los bancos. La pila grande de agua bendita y un mostrador, horrible, de velitas eléctricas que encienden cuando se deposita alguna moneda. Un Cristo hermoso observa, desde arriba e inmutable, el torpe movimiento de las cotidianas visitas. Varios carteles, en el exiguo atrio, cuelgan mal pegados a la puerta.

Desde los escalones contemplo la plaza. Miro a un lado y a otro: sombras. Abro el paraguas. De un comercio cercano salen algunas jóvenes que llenan la oscuridad de risas.

Aún llueve fuera, un poco más fuerte. Delgados riachuelos plateados serpentean por la acera. Mis piernas vuelven a chapotear en los espejos de agua en el suelo. En unos segundos vinieron a mi memoria romanos y árabes, que contemplaron esta misma lluvia en iguales días, y respiraron el aire de este valle.

Muy poco más allá, hacia el este, en un pequeño altozano; una solitaria, negra y casi derruida torre del homenaje de un viejo castillo parece que nos mira. Un relámpago la envuelve en luz y se torna viva un instante.

La quietud regresa, me envuelve calle arriba...

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