En esta época de luchas feroces, suele acudirse con demasiada frecuencia, y por ambas trincheras, a la llamada paradoja de la tolerancia que Karl Popper (La sociedad abierta y sus enemigos) formulara allá por 1945. En esencia, el filósofo austríaco avisaba, ya entonces, de que la tolerancia ilimitada conduciría a la propia desaparición de ésta y reclamaba, por tanto, el derecho a no tolerar la intolerancia.

Conviene, sin embargo, ante el simplismo con el que hoy se utiliza el discurso popperiano, reproducirlo en sus justos términos y, al tiempo, señalar algunos de los peligros que pudiera conllevar su aplicación equivocada. Así, repárese en que Popper sólo recela de la tolerancia excesiva. Para él, no todas las concepciones intolerantes son intolerables. "Mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales -señalaba- y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería poco prudente". En otras palabras, el conjunto de lo que estamos autorizados (o incluso obligados) a no tolerar no coincide con el universo completo de las intolerancias.

Naturalmente, esto último plantea de inmediato un problema de límites (¿dónde colocar el listón?) y otro, no menos importante, de modos (¿de qué forma identificar y neutralizar los distintos tipos de intolerancia en los diferentes contextos?).

Para mí tengo que Popper jamás pretendió instaurar un dogma, sino lanzar una advertencia, cierta sí, pero necesitada de ser gestionada con mesura y talento por una sociedad que no abjure de su inderogable pluralismo. No es fácil, lo sé. Y menos en coyunturas polarizadas, en las que la paradoja de Popper se convierte en arma arrojadiza entre bandos igualmente intolerantes.

En Sobre la libertad, Stuart Mill tacha de despótico todo régimen que no permita la libre expresión del pensamiento. La verdad -afirma- surge del cotejo de posiciones encontradas y silenciar alguna, que pudiera ser verdadera o contener algo de verdad, redunda muy negativamente en el progreso de las ideas. De ahí mi prevención: por supuesto que tenemos que huir de la tolerancia absoluta y destructiva; pero sin olvidar jamás que la represión infundada o desmedida puede acabar convirtiéndose en una nueva man ifestación, tan perversa como las demás, de esa infértil intolerancia a la que aseguramos combatir. Es en tal equilibrio, tan sutil, tan dudoso y tan complejo, donde nos jugamos la pervivencia de lo que orgullosamente somos.

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