Megas para mi revolución

21 de mayo 2014 - 01:00

Hubo un día, no tan lejano, en el que la actividad más subversiva que un tipo sentado ante un ordenador podía hacer era jugar al solitario en su puesto de trabajo. O al buscaminas. ¡Vaya, si hasta había una combinación de teclas para restaurar la hoja de cálculo si el jefe aparecía de improviso! Dedicar nuestra juventud a buscar bombitas en un terreno minado nos ha hecho con el paso de los años mercenarios dispuestos a abrazar el terrorismo yihadista. Tanto va el cántaro a la fuente que acaba convertido en metralla.

Es la reflexión hecha por el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz. En Turquía, antes de prohibir la red de los 140 caracteres, el Gobierno abrió camino diciendo que "un tuit con mentiras es más peligroso que un coche bomba". Nuestro vecinos chinos abortaron Twitter convirtiendo toda la red en el mayor boletín oficial del estado interactivo del planeta. Lo que molesta al régimen no existe, no ha existido y no existirá jamás. Punto (com).

Así que el inocente joven adicto al tapete verde virtual de las pantallas de los noventa, hoy cuando sale de su trabajo, si es que lo tiene, y enciende el ordenador seguro segurísimo que lee este periódico y los de la competencia de gañote, se descarga aquí y allá la música que deja cruzados de brazos y mirando las obras del puente a los dependientes de El Corte Inglés y ve cada viernes cine de estreno y los fines de semana fútbol, asistiendo a ambos espectáculos por su cara bonita. Pero no solo es insolidario. Es que un día y otro y otro se informa de lo que ocurre a su alrededor a través de medios alternativos en los que vaya usted a saber qué se cuenta. E incluso si sabe idiomas ojea aquello que cuentan los corresponsales que escapan a los tejemanejes de Moncloa. Y todo ello lo procesa y lo comparte para que se lea en la plaza de Mina, en la Patagonia y en un terminal de la NSA junto a una hamburguesa y el diccionario gaditano-inglés-códigos ultrasecretos volumen uno. ¡Tanto Twitter y tanta opinión!

P.D. Estos hábitos funestos vienen de la invención de la imprenta. El pueblo empezó a leer y a opinar y a pensar... ¡Qué manías!

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