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José Aguilar
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La tribuna
LA Iglesia lleva más de dos mil años sobre la Tierra. Probablemente no haya en la actualidad una institución más longeva. Su fundador, Jesucristo, promete que durará hasta el final de los tiempos y que ningún poder prevalecerá sobre ella. Aquellos que pretendieran anularla, procedan de donde procedan, quedarán, así pues, frustrados en su intento. Sin embargo, qué duda cabe que hoy como ayer, ahora ante el año nuevo, la Iglesia se encuentra frente a desafíos de gran calado.
Unos vienen del exterior. Día a día crece la sensación de que se extiende en el mundo, y particularmente en Occidente, una ola de anticristianismo o cristofobia; que existen, incluso, fuerzas influyentes, tal vez numéricamente poco relevantes pero bien coordinadas, que buscan promoverlo conscientemente. Incrédulos, algunos no quieren aceptar esta realidad, pero qué duda cabe que el cristianismo, ese humus vivificador de nuestra cultura en que hemos crecido, ha sido removido y su mero recuerdo se ha transformado en algo molesto y, para algunos, no deseado. Tal vez, la Iglesia se ha convertido ya en un bastión frente a los sofisticados totalitarismos de nuevo cuño que llegan.
En este terreno, la pugna a librar, aunque desigual, será dura y larga. Y la apostasía de muchos (es una población bautizada, catequizada o casada mayoritariamente por la Iglesia, o que realizó exequias en su seno), se reforzará con la suma de los temerosos a ir contra corriente, contradecir al poder o en búsqueda de una vida sin grandes compromisos. En España tenemos, como no podía ser menos, partidos, colectivos y personajes dispuestos a unir fuerzas en este propósito. El ambiente gubernamental les es, en estos momentos, especialmente propicio.
Pero la Iglesia tiene que afrontar otros desafíos no menos importantes, que proceden de su interior. Así, el que proviene de una secularización arraigada entre sus miembros, sacerdotes y laicos. Es producto de la capacidad de la cultura actual para ganarse a los ciudadanos por el placer y el bienestar, así como de una pérdida de tensión entre las exigencias temporales y sobrenaturales. Sus manifestaciones son muy diversas.
Comporta en general la aceptación, a veces inconsciente, de ideas y conductas opuestas a la doctrina y la tradición de la Iglesia, y una cierta protestanización. Van unidos con frecuencia a la desobediencia y la desafección a los legítimos pastores, incluso en temas doctrinales relevantes. Sus protagonistas son capaces de erigirse en papas y obispos de sí mismos, a conveniencia de sus criterios e intereses personales. En otro tiempo, se hubieran separado de la Iglesia; ahora, en cambio, se consideran con derecho a seguir en ella y quieren hacer creer que es la Iglesia quien se ha separado de ellos. Esta situación afecta a políticos, teólogos, religiosos, es decir, los que suelen tener más eco, así como a un número variable de cristianos de a pie. El escándalo que suelen producir es grande. No es preciso decir que, en ellos, tiene una cantera utilísima la oposición a la Iglesia y quienes desean combatirla. Hay suficientes ejemplos en las últimas décadas, presentes en la mente de casi todos.
El actual Papa, al igual que su antecesor, ha puesto en marcha una línea de lento y gradual acercamiento a la tradición más genuina de la Iglesia, dando sentido a lo que lo había perdido en las últimas décadas, rescatando contenidos clave de los primeros siglos de la Iglesia, elementos litúrgicos injustamente preteridos y animando a una purificación de las prácticas y comportamientos de sacerdotes y laicos. El cambio busca más el fruto a medio y largo plazo, en las nuevas generaciones, antes que en aquéllas que han sucumbido en todo o en parte al marasmo vivido en ese tiempo. Significa a la vez una apuesta por una Iglesia que pueda afrontar con reciedumbre los adversos avatares que se avecinan.
En el ámbito hispano, la reavivación nacionalista produce y producirá choques con aquellos que han hecho de la identidad nacional su absoluto, en contra del sentido universal y evangélico de la Iglesia. En el mes de diciembre hemos tenido algún ejemplo paradigmático de esta situación. La Iglesia tendrá que emplearse aquí con prudencia, a la par que contundencia, a fin de atajar el avance de esta herejía rediviva, o cuanto menos desviación, cuyos efectos son apreciables dentro de las comunidades afectadas, por el descenso de la práctica religiosa y de las vocaciones.
En definitiva, el reto estará en lograr una Iglesia arraigada en una espiritualidad profunda, unida a sus pastores, que valore su rica tradición secular. Con una propuesta liberadora integral para los hombres, que, sin pérdida de la necesaria tensión escatológica (mirando, pues, al final de los tiempos y de la vida individual), no desdeñe la transformación de la sociedad según el proyecto divino de bien, verdad y justicia, sin recluirse exclusivamente en la acción social.
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