Frivolidad reversible

¿Nos va a pasar con la frivolidad como con la tolerancia, que sólo va en un sentido?

Sigo en Canal Sur una animadísima tertulia sobre los divorcios después del confinamiento, que se han disparado por lo visto, aunque casi todos los oyentes que llaman a contar su experiencia hablan de la felicidad de su intimidad conyugal en esos meses. Un efervescente contertulio de cuyo nombre no llego a enterarme afirma que hoy ya sabemos dos cosas a ciencia cierta: «Que el matrimonio es temporal y que el divorcio es para toda la vida».

Imagino a Chesterton, con sus 130 kilos de peso, tirándose de cabeza con doble tirabuzón, para darle la vuelta como a un calcetín a esa paradoja. Si vamos a ser frívolos, vale, pero todos. ¿O es que acaso nos va a pasar con la frivolidad como con la tolerancia, que sólo va en un sentido, y que en el otro es anatema y gran escándalo? Porque, según este señor, hemos cambiado una indisolubilidad por otra y me temo que tiene razón; pero se nos permitirá apostillar que una, al menos, lo era de una unión, y la indisolubilidad de ahora es la de una ruptura.

Lo serio de la broma es lo que explica el experto. En efecto, dice, si el divorcio es con hijos, es para siempre, porque hay que hacer un esfuerzo por llevarse bien, por comprenderse y apoyarse, por repartir las cargas y el régimen de visitas y poner a punto la comunicación de la ex pareja. Chesterton en el aire de mi imaginación se revuelve: «¿Y si ese esfuerzo tan loable y civilizado… lo hiceran antes?» Porque el señor que habla es jocoso pero sincero y reconoce que el divorcio sale por un ojo de sendas caras y que las neo-economías se resienten.

Lejos de mí hacer demagogia, ni siquiera por frivolidad mimética y en defensa de la institución, porque hay muchos casos y muy diversos y quien los lleva o sobrelleva los entiende. Me encandila la muy pícara observación de Søren Kierkegaard de que un hombre y una mujer, incluso llevándose de pena, si estuviesen los dos solos en una isla desierta, terminarían por entenderse; pero no soy tan ingenuo como para pensar que todos los problemas matrimoniales se pueden arreglar con un cambio de acento o con asumir la isla tropical de la indisolubilidad kierkegaardiana. En cualquier caso, computando el sufrimiento probable de los hijos, el quebranto económico y los propios corazones rotos, quizá no nos hacían ningún daño las bromas efervescentes, pero a favor de las tiernas reconciliaciones, las segundas oportunidades y la felicidad inoxidable.

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