De poco un todo

Enrique / García-Máiquez

Elogio de la papelera

YA tenía escrito mi artículo de hoy, reflexionado y encajado dentro del meticuloso corsé de sus dos mil ochocientos ochenta y siete caracteres. Pero cuando lo he releído, no estaba a la altura ni de este periódico ni de ustedes, lectores. Ni tampoco -para no pecar exclusivamente de humildad- a la altura de lo que mi orgullo se imagina que soy como columnista.

Así que lo he cogido, lo he ido apretando con mi mano derecha hasta que ha quedado como una pequeña pelota maciza y lo he lanzado, con brío, hacia la papelera que tengo colocada en el rincón más lejano de mi despacho. La bolita ha dibujado en el aire una bella parábola a cámara lenta… y ha entrado en la cesta limpiamente. Un triple, digamos. De aquellas interminables jornadas como opositor solitario que estudiaba emborronando papeles y papeles y que trataba luego de encestarlos en papeleras situadas en los lugares más inverosímiles, conservo aún una puntería de lo más competitiva.

Una escritora de cuyo nombre no logro acordarme declaró que, tras un día de trabajo, miraba su papelera y, si rebosaba, se levantaba con la sensación de que había trabajado bien. Sin duda suena bonito, pero en la práctica la sensación no es tan exultante. Uno mira su papelera hasta los bordes y algunas bolas desparramadas por el suelo (porque uno, hay que reconocerlo, no encesta siempre) y entonces se acuerda de que le vence el plazo de entrega de su artículo y que a ver qué hace y cómo y, sobre todo, enseguida.

Lo suyo sería poder publicar esta página en blanco, nada más que con su título: "Elogio de la papelera". Que el sagaz lector adivinase lo que había pasado y me agradeciese el tiempo que le ahorraba de su mañana de domingo y la alta consideración en que tengo su gusto literario. Quedaría precioso, la verdad, pero no creo que el director me permitiese la parábola, y mucho menos cobrar por ella.

Sin embargo, sobre la papelera hasta los bordes, aunque yo no consiga tomármela con tanto entusiasmo, aquella escritora eufórica tenía razón. La mitad como mínimo del trabajo del escritor es ser un crítico extremadamente exigente de sus propios textos. Dicho lo cual, tampoco conviene darse demasiada importancia ni posar de mártir, pues no es una tarea exclusiva de los escritores. Todos en la vida tenemos que mirarnos bien y a fondo y arrojar a la papelera no sólo las equivocaciones y los errores, sino incluso aquellas cosas que sin estar completamente mal no convienen a nuestro proyecto ni a la imagen de nosotros mismos que pretendemos ir moldeando con paciencia. El examen de conciencia consiste en esto, o sea, en una labor profundamente artística.

Arrastrado por el curso de mis pensamientos me levanto, voy hasta la papelera y saco el artículo, que desdoblo cuidadosamente. No, no el que tiré, sino éste, que salió solo del cesto. Cruzo los dedos: ojalá sea verdad que nunca escribimos mejor que cuando borramos.

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