Su propio afán
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De la fascinación que no ha dejado de proyectar la figura de Bonaparte habla el hecho de que tanto sus formidables logros como sus espectaculares derrotas, más de dos siglos después de su muerte en el segundo exilio de Santa Elena, sigan presentes en el cada vez más desmemoriado imaginario contemporáneo, sea en forma de películas mediocres –nunca lamentaremos lo suficiente que Kubrick no llegara a rodar el film para el que Anthony Burguess escribió su Sinfonía napoleónica, aunque el novelista tampoco lo puso fácil– o de los libros que nos devuelven a los vertiginosos años de su cruenta y efímera dominación del continente. Comentando uno de ellos, el Napoleón de Walter Scott reeditado por Fórcola, se refería nuestro Manuel Gregorio al “culto de la voluntad” que arrastró a los coetáneos y explica en buena medida esa fascinación de la posteridad por un personaje celebrado incluso por sus enemigos, pese a ejemplificar como ningún otro los peligros del cesarismo. Lo prueba el “retrato imparcial” de Scott, que trata en efecto de ser ecuánime –quizá de haber sido inglés y no escocés, como señala Ignacio Peyró, no se habría mostrado tan objetivo– e incluye por igual elogios y condenas, atravesadas por un sentimiento de admiración que se tiñe de melancolía cuando trata de la enfermedad y las penalidades del último destierro. Más allá del obvio precedente de Roma y de la misma manera que en Gran Bretaña, los defensores de la idea del Imperio podían invocar el modelo ateniense como paradigma de la compatibilidad entre la democracia originaria y el expansionismo, incluyendo por cierto la práctica de la esclavitud, y aún hoy se recalca el modo paradójico, tan grato a los déspotas con aspiraciones igualitarias, en que Bonaparte concilió las reformas modernizadoras y el ejercicio de la tiranía. La moderna dictadura fue un producto de la Revolución –uno de sus efectos “funestísimos”, en palabras de Scott– y a la vez de los ideales ilustrados, una fusión del nuevo régimen con el antiguo que fracasó no tanto por sus contradicciones como por la megalomanía y el insaciable afán de conquista del pequeño Gran Corso, quien como suele sucederles a los caudillos ensoberbecidos –en su impagable libelo Contra los franceses, Arroyo-Stephens lo llamaba “vedete sangrienta”– no midió bien el alcance de sus fuerzas. Se afirma de Napoleón que fue un dictador progresista y no hay duda de que en su país gozó de enorme apoyo popular, especialmente manifiesto en la milicia, pero el Vive l’Empereur no se escuchaba sólo en Francia o entre los veteranos de mil campañas. Esta infausta combinación, lo que llamamos bonapartismo, es también por desgracia contemporánea.
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