La ciudad y los días
Carlos Colón
Con la mentira por bandera
Durante la Grecia Clásica cuyo final corresponde con la vida de Aristóteles, los atenienses llevaban a gala frente a otros pueblos el ejercicio del uso de la palabra en el ágora o plaza pública, privilegio que denominaban isegoría y por el cual exponían su particular opinión ante cualquiera importante asunto que se ventilara en aquella jornada, acción que Benjamin Constant definió como la libertad de los antiguos en el reparto del poder social entre todos los ciudadanos. Isegoría en el ordenamiento jurídico español tendría su equivalente en el artículo 20 de la Constitución donde la libertad de expresión no podrá restringirse por ningún tipo de censura previa.
En la España de nuestros días y en estos términos, millones de españoles no corremos mejor suerte que la de aquellos hombres libres en la antigua Hélade. A lo menos ellos podían practicar libremente su idioma e intervenir en la dirección de sus vidas. En España, cuando se trata de hablar nuestra lengua, la culminación de la esencia de ser y sentirse ciudadanos, millones nacemos marcados por la discriminación y desigualdad que existe entre españoles por consecuencia del idioma común. Tal desvarío ya forma parte de nuestra idiosincrasia patria como una de las columnas fundadoras de la España moderna, donde convive pacíficamente un sistémico doble apartheid lingüístico y social, una hidra de dos cabezas que amputa los derechos de millones de compatriotas.
Maravilla que la primera goce del amparo de la Constitución y del ordenamiento jurídico. Cuando ingenuamente adjudicamos a las nuevas élites territoriales en la Transición la gestión de nuestro patrimonio histórico heredado, disparates discriminatorios contra la lengua española han sido el pago a lo que de buena fe se hizo. La segunda cabeza monstruosa que sufre España no es amparada por la legislación pero medra por los riscos y vericuetos sociales, económicos y culturales con una salud escandalosa gracias a su sibilino y sinuoso repte. Y en palabras de Umbral, desde antañazo. Concretemos. En España una cuarta parte de la población nativa habla con acento regional marcado diferente al llamado español “oficial” o “neutro” mayoritario.
En Madrid, la mayor fuente de trabajo hoy día en nuestro país, trabajadores andaluces con su maravilloso dialecto culto heredero del habla toledano-sevillano medieval, aquél que descubrió y civilizó el Nuevo Mundo y alzó la lengua española a coloso universal, son vejados y apartados por su habla acentual materna española. Esta discriminación entre compatriotas ha abonado mucha ciénaga supremacista, ese vaso de porción de aguas negras que tenemos que beber a diario velis nolis en España y a tenor de la buena salud y donaire que goza la ciruelada, pareciera que en lugar de caño de poza catáramos regato o chingo de ambrosía.
Y si ascendemos el vuelo el fundido a negro persiste. A duras penas vemos intervenir expertos del sur en los foros públicos nacionales que puedan lucir con orgullo su herencia dialectal y rara vez se les solicita una opinión pericial, técnica o profesional de referencia en estas plataformas. No estamos jalando de la cofradía del santo reproche del sin par Sabina. La prueba del nueve de este desatino es la de que ni un solo hueco entre los grandes comunicadores en la televisión pública o privada nacional es ocupado por acentos españoles diferentes.
Exiguas son las apariciones de notables canarios o andaluces, por ejemplo, donde lideren lances culturales, económicos o cualquier otro ámbito técnico o intelectual de la sociedad en la esfera nacional. A un político cartagenero un vicepresidente le afeó su habla en sede parlamentaria. El presentador andaluz de un programa televisivo prime-time es cuestionado por su muy matizado y apenas audible pero valiente acento. Salvo que se lleve el traje típico para evitar toses y carraspeos, estos dialectos en su versión culta son alejados del protagonismo de España y condenan a los malos imitadores al ostracismo profesional negándoseles a compartir el altar de la fraternidad nacional. Discriminados por el habla. Las barreras defensivas que sobreprotegen oídos poco acostumbrados a otros acentos siguen en pie y se estanca el problema. Millones vivimos bajo tutela paternalista. Con libertas pero sin dignitas.
¿Cómo hemos llegado a dar carta de naturaleza al olvido de a lo menos la cuarta parte de la sociedad? Asgamos. Millones de nuestros compatriotas habladores del sorprendentemente llamado “español neutro, oficial o sin acento” creen de buena fe que ellos y sólo ellos son los portadores y curadores en nuestros días de la esencia diamantina del idioma castellano medieval y por tanto, ejercen su españolía defendiendo este statu quo con el mismo celo que nuestros ancestros visigodos custodiaban la Tabla de Salomón. Si no hablas como John Wayne en La Diligencia o Rita Hayworth en Gilda no podrás sentarte a comer la pitanza de las riquezas y honores, la del éxito, la influencia y la representación de toda España. Hablamos del poder exclusivo de unos tantos y no de todos. Del poder llegar a ser en nuestro país. No hay sillas en la mesa de España para los otros hablas de España.
Sigamos asiendo. ¿En verdad que unos hablamos un español original y otros no? Siguiendo a Menéndez Pidal y otros gigantes lingüistas que nos han precedido, durante los siglos que van de Alfonso X El Sabio hasta la primera mitad del siglo XVI el castellano es definido por el prototipo Cortesano de Toledo. La capital Imperial y más tarde Sevilla marcarán el rumbo de España y del Nuevo Imperio. De pronto, en la segunda mitad del XVI la norma toledana medieval, rica en variedad de fonemas sibilantes y sonoros -suavidad y dulzura en el habla- entra en crisis.
El auge de Madrid con la consiguiente pérdida de influencia sevillana y la progresiva incorporación a la nueva Corte de población de Castilla la Vieja, Vizcaya y gente de la Montaña, propició el vuelco. Madrid transigiría pronto con el habla neológica de la Vieja Castilla, más sorda, menos sonora. Aparecen las zetas en una lengua romance. Tal vez una mayor rudeza en el habla que exigía el ya nuevo Imperio. Para Amado Alonso, lo que se produjo fue un general ablandamiento articulatorio que sufrió el español en el siglo XVI. El maestro Diego Catalán junto con André Martinet y otros sin embargo, optan por causas fonológicas, ya sociales ya culturales en lugar de las fonéticas. No olvidemos la dinámica brutal en la que se vio envuelta una lengua medieval ante las perspectivas del Nuevo Mundo.
Martinet fija su posición con la pérdida de los fonemas sonoros en el habla de Castilla la Vieja por la secular influencia y unión histórica vasco-cántabra con los núcleos hablantes castellanos del norte desde la romanización. Población formada con tal mixtura por todo el norte peninsular, el hablado por sirvientes, artesanos y gentes no pertenecientes a las élites, hizo de masa madre para que el sistema aristocrático toledano-sevillano se hundiera en un lapso de tiempo veloz y fuera ocupado por un sistema innovador carente de sibilantes sonoras.
Un Nuevo Mundo esperaba. Ya como españolas nacerán las actuales dos grandes hijas consanguíneas del castellano medieval. La estirpe de Castilla la Vieja, distinguidora entre eses y zetas -el auto llamado español “neutro” o “sin acento”-, ceceante o zopeador, que conquistó la nueva Corte madrileña, y la no distinguidora proveniente de Castilla la Nueva que devino en el seseante español universal, que se diseminó desde Sevilla y más tarde desde Cádiz por Canarias y el continente americano, conformando el 90 por ciento del español universal. El nuevo sistema se consolida con la fundación de la RAE en 1713.
Ahora que nos vengan a decir a canarios, a murcianos, a extremeños o a andaluces que el maravilloso idioma español heredado de nuestras madres, “no arcansa”.
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