Ventanillas

Quien haya leído Las doce pruebas de Asterix puede hacerse una idea del reto que supone entenderse con la administración francesa. Este país, que aportó al mundo la palabra burocracia, la ha llevado a tal extremo que los trámites más sencillos acaban convirtiéndose en tareas hercúleas. Procesos indescifrables y laberintos documentales a los que, en casos como el nuestro, hay que añadir la barrera idiomática -no basta con saber francés, hay que hacer un master para aprenderse las siglas- y el desconocimiento del sistema.

Lo kafkiano de la administración francesa es tema de conversación recurrente para locales y, especialmente, para foráneos. Conseguir la tarjeta sanitaria o hacer por primera vez la declaración de impuestos son éxitos que se comparten y se celebran. Entre españoles nos gusta comentar estas cosas. Por un lado, para compartir penas y sentirnos menos inútiles. Por otra, para qué negarlo, porque aquí sacamos pecho. Nos gusta fardar de la agilidad de los trámites en España (sí, está claro que todo depende del punto de referencia), de la digitalización de la administración, o de que el día que te dan cita para renovar el pasaporte te vas a casa con el documento listo.

De modo que cuando veo la peregrinación de mis vecinos de El Puerto, llamando de puerta en puerta para encontrar la administración que de una vez se haga cargo de sus quejas por ruidos, se me cae un poquito el mito, mi orgullo patrio se resquebraja y pierdo puntos de chovinismo. Unos llamando -sin éxito- a la Policía; otros, ante la inacción, contactando directamente con la Delegación de Salud de la Junta; y hay incluso quien ha recurrido al Defensor del Pueblo. Mientras tanto, en el Ayuntamiento, los propios ediles no se acaban de aclarar, y se van echando la pelota unos a otros.

Por el bienestar de los afectados, espero que pronto den con la ventanilla correcta. Porque hasta ahora da la sensación de que quien está al otro lado busca más quitarse un marrón de encima que resolver un problema.