Manolo Morillo
La bandera como coartada
Veníamos de una España de luto y sacristía que escuchaba la radio. Nos asomábamos a una pantalla analógica de 625 líneas con dos cadenas: la 1 y el UHF. Era, todavía, una sola pantalla. Una pantalla que veíamos juntos. Todavía juntos.
Fue aquel un tiempo extraño en el que los teléfonos tenían una rueda, como los carrillos de mano. Algunos, también un candado. Se utilizaban solo para hablar, a veces por los codos, de ahí lo del candado. Gentes del porvenir, jóvenes de la diáspora y de Tik Tok: esa mierda de prestación ofrecían. Lo juro.
Había cabinas instaladas en la vía pública en las que, además de hacer trampas para que la moneda no cayera nunca, podías socializar cuando de repente caía un chaparrón. Yo me vi obligado a fijar mi segunda residencia en la que estaba junto al Bar Pepito. Un día mi padre descubrió que estaba queriendo por encima de nuestras posibilidades económicas y de las fronteras de nuestra comunidad autónoma. En una sobremesa inolvidable, tras tatuar en el mantel con un golpe seco la libreta de ahorros, soltó una de las amenazas típicas de la época: “Otra factura como esta y arranco de cuajo el teléfono”. Así que, a partir de entonces, muchas noches tuve que tirarme a la calle con dos o tres duros en los bolsillos para recitarle a la novia del momento los poemas de amor de Neruda o las canciones desesperadas de Los Pecos, dependiendo de si la muchacha era de letras o del Superpop.
La cabina del Bar Pepito era, quien la probó lo sabe, la que mejor olía en El Puerto. Uno entraba sintiendo el perfume embriagador del amor y le conquistaba a la vez el aroma no menos seductor de las tapas de carne al toro o de atún encebollao. Hay experiencias místicas recogidas en la literatura religiosa mucho menos trascendentes que las que yo viví en esa cabina en los 80. Como casi todos los chavales de mi generación, tomaba siempre la precaución de poner un pie en la puerta para que no se cerrara del todo, pues estaba obsesionado con que me acabara pasando lo que a López Vázquez en la película de Antonio Mercero. El creador de Verano Azul fue, 40 años antes de que se pusieran de moda, el verdadero inventor de los Escape Room nivel experto.
Un par de décadas después llegaron los móviles y ahí se jodió todo. Nunca el mito de la caverna de Platón tuvo una lectura más literal que en la época actual. Somos prisioneros con grilletes que nos tiran del cuello hacia abajo, condenados a vagar entre sombras que nos alejan de la vida, que está siempre sucediendo en otro sitio. La mejor mala manera de no estar con los otros. Una pantalla individual que miramos solos, también cuando estamos juntos, pero ya definitivamente separados.
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