Para los consumidores de cultura, los meses de estado de alarma más el tiempo transcurrido hasta que entidades, promotores y público se acomodaron (más o menos) a la “nueva normalidad”, resultó un páramo extraño. Sin teatro, conciertos, exposiciones, presentaciones de libros… la normalidad no estaba completa. Nuestro paisano J. Ruibal se ha referido a estos días como un “vacío largo” en el que me he sumido yo también.

Durante este verano se ha hecho un esfuerzo importante para que la cultura vuelva a respirar un poco, para que la gente que acude a estos actos se sienta segura, al tiempo que tantos artistas que se ahogaban han podido ganar la línea de flotación. Los sacrificios han sido considerables puesto que, entre otras medidas, el aforo se ha vuelto muy restringido. Pero se consiguió un poco de luz y así, yo, por ejemplo, he conseguido asistir este verano a una interesantísima conferencia de Luis García Montero sobre Alberti en la Fundación, a un agradabilísimo concierto de Antílopez en el Soko, a una estupenda exposición de María F. Lizaso en el Blanco y Negro y a varios conciertos flamencos en unas noches mágicas al aire libre arrobada por la guitarra y la simpatía de Santiago Moreno. En todos ellos se han seguido escrupulosamente las medidas de seguridad recomendadas, sin acumulaciones ni quejas, más allá de la lógica incomodidad de las mascarillas.

Pero avanza el verano y, con él, la sensación de que la pandemia vuelve a ganar terreno y a estrechar el círculo que nos ahoga. Quiero pensar que la necesidad de sentir las vacaciones, las ganas de disfrutar del sol, los amigos, la familia y el aire libre fueron las culpables de la relajación en las medidas, pero que en septiembre todos nos empeñaremos en evitar la vuelta al encierro. Lo que pasa es que veo cómo también las medidas de contención se hacen más duras y temo que estos deslices veraniegos acaben con una cultura muy tocada, con un colectivo que ha hecho sus deberes para ofrecer espacios seguros.

Así que cruzo los dedos en la confianza de que entendamos que la cultura no es superflua, sino la materia que nos alimenta el espíritu y de la que intenta vivir un número considerable de familias.

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