El Alambique
Rafael Morro
Lo que la verdad esconde
Esta semana, en todas las parroquias del Puerto ocurrió un episodio digno de contar: a la misma hora se convocó a padres y madres para comunicar las fechas de las comuniones. El calendario aprieta: en mayo sólo hay cinco sábados “útiles” y quien se entera antes compra la tranquilidad.
Párroco y catequistas custodian la fecha en formato cónclave. La comunión se anuncia en una reunión puntual y, antes de que “el sobre se abra”, ya existe otra contienda: la primicia. Mensajes de WhatsApp —“por favor, soplad la fecha”— y llamadas furtivas: la devoción ahora se mide en notificaciones.
La demanda devora la oferta: la comunión cotiza en la bolsa de reservas. Fuera de la sala, móviles en mano, padres con la agenda abierta y el número del restaurante listo para marcar en cuanto "su cari" le mande un WhatsApp. El contrato se sella con una llamada y un Bizum: mesa asegurada antes de que suene la campana.
En ciudades vecinas, anuncian antes la fecha y muchos acaban celebrando aquí, apretando aún más las plazas. Resultado: menús pactados en la puerta y confirmaciones que colapsan la hostelería entre las 18:00 y las 18:05; cinco minutos de vértigo como cuando se abren las líneas para la final del Falla.
Vestidos que rozan la alfombra roja, niños de catálogo náutico y alguna carroza Disney; la misa parece una boda. Luego payasos, magos, el móvil y el viaje a Eurodisney. Tanto despliegue tiene su lógica: se celebra por partida doble, la primera… y la última.
Se palpa ilusión, pero también un espectáculo que devora lo esencial. La comunión se ha convertido en un acto social —desfile y banquete—, príncipes y princesas por un día: la imagen que sustituye lo importante. Conseguir sitio y que la foto salga perfecta está bien; que la intención dure más allá del banquete, eso ya sería un milagro.
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