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Nunca he tenido muy claro de dónde me vino la vocación periodística, por qué en algún momento decidí que mi camino era el de contar las cosas que pasan. De lo que no tengo duda es del lugar dónde comencé mi carrera: El Desván, el periódico del colegio Sagrado Corazón, fue mi primera escuela.
En las aulas ya vacías, después de clase, nos juntábamos un puñado de preadolescentes a recopilar redacciones, dibujos, entrevistas y crucigramas y, sobre todo, a echar un rato de charla. Lo pasábamos bien y nos sentíamos importantes porque nuestro nombre salía impreso, sin prestar mucha atención a quienes contribuían a que aquello no se quedara en un intento: el centro que cedía las aulas, los profesores y profesoras que animaban a la participación y, sobre todo, las gentes del AMPA que empujaban para que el proyecto saliera adelante.
Ya solo por eso, por avivar mi vocación, por propiciarme esas tardes compartidas, debería estar agradecida. También por lo bien que lo pasábamos con la Carrera del Pavo en Navidad -una novedad en mis años, ahora tradición-, o por las fiestas y excursiones que financiaban.
Con la perspectiva que me da la edad, sé que en los 50 años de trabajo ininterrumpido de la asociación ha habido tiempo de muchas otras batallas, menos notorias, pero tanto o más importantes. El AMPA -que entonces era APA, pese a que, a excepción de mi padre, durante muchos años yo allí solo vi mujeres- reclamaba personal cuando faltaba, exigía mejoras en las instalaciones, intermediaba en conflictos… hacía verdad eso de la comunidad educativa.
Durante casi una década, el tiempo que pasé desde Parvulitos hasta el fin de la EGB, consiguieron desdibujar la rígida frontera entre el claustro y la familia. Quienes luchaban entonces, y quienes lo siguen haciendo medio siglo después, saben del valor de la escuela pública, la cuidan y la reivindican, la critican cuando falla, la impulsan a mejorar y la defienden cuando es atacada, porque la educación también es nuestra responsabilidad. Gracias por tan tremenda enseñanza.
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