El peso de la culpa

El otro día, a punto de cerrar las tiendas (por aquí, a eso de las 19:00), me doy cuenta de que nos hemos quedado sin huevos. Sin pensármelo mucho, cojo la cartera y salgo a la bulla de casa para llegar al supermercado antes de que me bajen la baraja. Como llevo prisa, voy al que tengo más cerca. Compro una docena de huevos (gallinas camperas) y me vuelvo aliviada, la cena está a salvo.

Pero en el camino una sombra me persigue, la culpa me pellizca el estómago y, un poco, el corazón. A pesar de mis esfuerzos por llevar una vida coherente con mis ideas, acabo de comprar en Carrefour, cadena a la que debería estar haciendo boicot por sus relaciones con el régimen israelí.

Podría haber ido a otro super, algo más lejos, si hubiera cogido el coche. Pero prefiero desplazarme a pie para no contribuir a la contaminación. Podría haber ido el día anterior, domingo, sin prisa ninguna. Pero intento evitar las empresas que hacen trabajar a sus empleados en festivos. Podría haberme organizado mejor, la verdad, y haber comprado los huevos en el mercado del sábado, que siempre es la opción que prefiero porque me evita muchos quebraderos de cabeza: son pequeños productores de la zona, no traen sus mercancías de la otra punta del planeta, no usan productos que agotan la tierra y respetan (dentro de nuestros estándares) a sus animales.

Pero claro, tampoco sé si el señor del tenderete de huevos tiene dada de alta a su mujer, que trabaja tanto como él, o si por ahorrarse unos euros y aprovechar los resquicios de la economía sumergida está perpetuando uno de los modos más clásicos de desigualdad sexual.

No hay salida. Al final, con la angustia, se me atraganta la tortilla.

Yo estoy dispuesta a seguir tomando conciencia del impacto de mis pequeños actos, y a responsabilizarme de mis elecciones. Pero no estaría de mal que a este movimiento ético lo lideraran empresas y gobiernos, autorregulándose, poniendo sanciones, impidiendo operar a quien no cumpla. Algo que nos aligere a la ciudadanía el peso de la culpa.