Memoria de un niño de derechas

28 de noviembre 2025 - 07:00

Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros lectores que fui un niño franquista. Alego en defensa propia el eximente de miedo insuperable. Me pasé la infancia asustado, escuchando a mis mayores proclamar a media voz, en la clandestinidad doméstica del patio de vecinos, que cuando Franco muriera se iba a liar la de Dios es Cristo. Confieso también que no sabía qué demonios significaba eso. Dios era Cristo y Cristo era Dios y los dos eran además el Espíritu Santo. Hasta ahí llegaba, pues me sabía de memoria el catecismo. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Un lío del copón, sí, pero el zagal temeroso que fui intuía que con lo de la de Dios es Cristo los adultos se referían a un acontecimiento futuro mucho más turbador que el de la Santísima Trinidad.

A mí Franco no me caía ni bien ni mal. Lo conocía sólo de vista. De encontrármelo los domingos inaugurando pantanos antes de la peli en la sesión infantil del Teatro Principal. A veces, salía en la puerta de una iglesia rodeado de curas, todos debajo de un toldo con palos, parecido a los que había clavados en la arena delante de las casetas de La Puntilla. Lo veía todos los años por junio en el fútbol, entregando la Copa del Generalísimo al campeón, casi siempre el Athletic de Bilbao.

Recuerdo lo mal que lo pasé el 20 de diciembre de 1973. Aquel viernes, un señor con apellidos de árbitro, Carrero Blanco, voló con su coche de Madrid al Cielo, con parada intermedia en una azotea anexa a la iglesia en la que acababa de asistir a misa. Mi tía Milagros, que tenía un puesto en la plaza de abastos y era nuestra asesora gastronómica, le recomendó a mi madre que hiciera una compra grande, que el lío de lo de Dios es Cristo acababa de empezar. Esa tarde suspendieron la programación infantil y no pudimos ver ni a los Chiripitifláuticos ni al Gran Circo de TVE. Qué faena. Qué angustia. No sabían los jefes de televisión que mientras estábamos con Locomotoro y con Fofó el miedo se acobardaba y nada malo podía pasarnos.

La mañana del 20 de noviembre de 1975 me despertó el viejo transistor con carraspera de mi padre. Pusimos la tele y salió un señor vestido de negro con dos orejas como las de Dumbo. Dijo con el puchero puesto que Franco había muerto. Y que estaba en el Cielo, con su compañero, el del coche volador. Me puse triste, pero como no hubo clases se me pasó enseguida. Cuando volvimos, su despedida estaba colgada en el tablón, en una hoja color sepia con la letra en marrón oscuro. En el último párrafo decía que quería abrazarnos a todos para gritar juntos que viva España. Como Manolo Escobar, pero sin alegría, sin música y sin sus hermanos.

En la transición leí Memorias de un niño de derechas, de Francisco Umbral. Reconocí en algunos pasajes a aquel chiquillo amedrentado. Pero yo era ya un joven con derechos, diestro con la Olivetti 98 y zurdo de ideas. De aquel lío de la de Dios es Cristo salimos como pudimos. Ahora no son las dictaduras, sino las democracias, las que están en peligro de muerte.

stats